viernes, 28 de diciembre de 2007

Me gusta conducir II, Honda S2000

Cuando hay confianza, sucede que al terminar la bajada del puerto de los Lagos de Covadonga, se para en un pequeño aparcamiento y se intercambian los coches. Eso es bueno, como bueno es lo que a continuación intentaré hacer: desmontar el mito. Permítanme que describa a continuación una prueba de un coche de forma directa. Creo que es lo menos que se merece el Honda S2000. ¿Y qué es el S2000? Par quien no esté al corriente, es el segundo deportivo verdadero que fabrica Honda en veinte años. Porque todo lo demás han sido y son versiones más o menos acertadas de coches populares, y ese no es el camino. Estamos, pues, hablando de un producto sin compromisos, diseñado y construido para decirle al mundo “nosotros lo hacemos así”. Afortunadamente.


Intemporal.

La primera sensación es de calidad, de coche grande y bueno. Y no por los acabados de las puertas o de ciertos mandos, o del túnel central, todo bastante sobrio, sino por el tacto de los asientos y del cuero. Algo tienen los grandes Mercedes, BMW o Porsche en el cuero, con ese brillo y esa solidez de todo, que te crea unas referencias. El S2000 las cumple.

La postura al volante es especial, con los brazos muy estirados, al igual que las piernas. Todo, absolutamente todo, queda a mano. Admito que esa posición puede llegar a cansar, pero mentiría si dijese que prefiero la de un Mercedes SLK, por ejemplo. Son cosas diferentes, no equiparables. Desde el volante se alcanzan a la perfección los mandos de la climatización y del equipo de audio. Eso es bueno, muy bueno, como buenos son precisamente esos mandos con ajustes milimétricos, que te permiten seleccionar correctamente la temperatura y la intensidad del aire sin quitar la vista de la carretera.


Cuadro de mandos, sólo para el conductor.

Si por algo destaca el S2000 es por su caja de cambios. A priori, acostumbrado a la excelente caja del MX5, se hace un poco “suave”. Qué le voy a hacer, siempre me han gustado las cajas duras, rugosas y sonoras. Pero claro, negarse ante la evidencia no es fácil, y si bien el tacto inicial de punto muerto a primera es un poco engañoso, lo cierto es que en marcha los movimientos son tan sumamente cortos que los cambios se suceden a un ritmo impresionante, hasta el punto de tener que concentrarse en saber en qué marcha se circula cuando no se conoce bien el coche. Y digo esto porque, una vez conocido, de nada sirve saber la marcha precisa en la que circulamos. ¿Por qué? Porque el mito que rodea a este coche es sencillamente falso. Uno va en la marcha en la que vaya, y los números dejan de existir.

Arranco el coche mediante el botón situado a la izquierda del volante. Rojo, como deben de ser todos los botones importantes. Es un buen botón. La salida es sencilla, aunque curiosamente después lograse calarlo dos veces seguidas en otra parada. El único secreto en la conducción es no acelerarlo en exceso en las curvas. No hay otra. Ya en marcha, la cercanía de un túnel me pone en alerta. Mi amigo acelera en vacío mi coche, con un resultado modesto pero agradable. Yo hago lo propio con el S2000. ¿Siete mil vueltas? Chorradas, lo subo hasta pasadas las nueve mil, el Do de pecho. Ovación. Y continuamos con la ruta.



En marcha el coche se muestra como lo que es: un deportivo auténtico con una buena cifra de potencia, unos 240 caballos. La dirección es extremadamente directa, el coche va sobre raíles y no cabecea en ningún momento. La frenada es… como uno se espera: buena. De cualquier forma, la ruta no obliga a grandes frenadas y yo no soy un conductor de destrozar los frenos. Los adelantamientos se hacen obligatorios, y se basan en un juego de tercera y cuarta velocidad. En realidad, en toda la ruta no siento necesidad de pasar a quinta, y todo por culpa del falso mito que rodea al coche. Vamos con ello.

De siempre se ha dicho que el S2000 tiene un motor demasiado puntiagudo. Es decir, que exige llevarlo siempre alto de vueltas para que podamos disponer de la potencia necesaria. Es cierto, las cosas como son, pero quienes aseguran eso, y quienes consideran que no es un coche fácil de exprimir debido a ese motor que tiene, o nunca lo han conducido, o comenten un error de bulto. El error de mirar el cuentarrevoluciones como si se tratase de un coche normal, de esos que se llevan en carretera de forma natural entre las 2.500 y las 4.000 vueltas, dejando los picos para momentos excepcionales. Así, con esa visión limitada y condicionada por la experiencia previa, es normal que pensemos que un coche que sube hasta las 9.000 rpm exige concentración para llevarlo siempre alto. Nada más lejos de la realidad.


Las revoluciones... ni la Francesa. Omitan la velocidad.

Si en el cuentarrevoluciones del S2000 cambiásemos la escala por una falsa, nunca se dirían esos tópicos. Si en lugar de ir las cifras de mil en mil, fuesen de quinientos en quinientos, creeríamos estar ante un motor de muchos más cilindros, de esos capaces de circular por ciudad a menos de mil vueltas sin ningún tirón. Porque el S2000 circula a bajo régimen como cualquier coche, pese a quien le pese.

La realidad es que, en carretera, circulamos con total normalidad con el motor a mitad de régimen de funcionamiento: a 4.500 vueltas. No hay quejidos, ruidos extraños, o necesidad de meter una marcha más y “bajar el volumen”. En absoluto. 4.500 son realmente 2.200 de cualquier otro tetra-cilíndrico, y la subida de vueltas hasta el corte es tan homogénea y tan rápida que, en realidad, no existe esa sensación esperada de motor eterno que nunca deja de subir de vueltas. Y no existe hasta el punto de que, en segunda, resulta muy sencillo “terminarse el motor”.


Es más que bonito. Tanto como la foto, que ya van dos veces que la pongo...

Así, desmontamos esa creencia popular de coche complicado. Y, sin embargo, confirmamos la realidad del S2000 en cuanto a su manejo “bipolar”: de la misma forma que circulando despacio podemos manejar el motor como en un coche “normal”, cambiando de marcha antes de las cuatro mil revoluciones por minuto y no obteniendo, por tanto, demasiada potencia del motor, también podemos circular a toda velocidad sin mayor dificultad que la que pone la propia configuración del coche en sí, con su tracción trasera y la ausencia de controles electrónicos. Tan sólo conviene cambiarnos el chip del cuentarrevoluciones y guiarnos no por los números de éste, sino por su indicador digital. Así de sencillo.

La ruta se termina. No conozco la carretera, y de noche prefiero no apurar en exceso los adelantamientos, lo que me lleva a abortar uno doble y preferir meterme entre el coche que acabo de sobrepasar y la furgoneta que le precede. Eso parece no sentarle nada bien al conductor del coche, que me premia con luces, bocina y aspavientos con las manos. Sigo pensando que mejor llevaba las manos en el volante y se concentraba en lo que viene por detrás… o quizá es que le he despertado con el ruido del escape, que podría ser. De todas formas, no pasan 10 segundos hasta que veo un nuevo hueco y salgo disparado a adelantar a la furgoneta. Vertiginoso adelantamiento, y de la misma forma que lo hago en tercera, sé que podría hacerlo saliendo desde cuarta. Otra vez desmontamos ese mito, según el cual este coche no tiene motor por debajo de las 5.000 rpm. Todo mentira, y más si quien lo dice conduce “deportivamente” un compacto diesel de menor potencia (aunque le duela).



Al llegar de vuelta a Cangas de Onís, me doy cuenta de lo mucho y bien que anda el Honda, y de lo mucho que anda también mi coche. Y es que cuando lo ves desde detrás, y encima desde un coche con más del doble de potencia, la sensación es diferente, se le ve rápido y ágil. ¿Se me verá así a mí? La verdad, no me importa. Buscando aparcamiento decido llevarlo en primera, aunque sólo sea por el ruido. No hay tirones, no hay borbotones extraños, y el tamaño compacto del coche hace muy sencilla la circulación. Aparco y pongo la capota. Me ha gustado, y mucho.

Y dicho lo cual, me quiero comprar un Porsche Boxster. Buenas tardes y hasta el año que viene.

Me gusta conducir I

Vengo de hacer realidad dos deseos fundamentales. El primero es quitar el volumen de la maldita televisión y así poder concentrarme en escribir algo. El segundo, en realidad, lo hice el otro día. Como de casualidad. Un día estás tranquilamente (es un decir) en tal sitio con tal gente, y te encuentras con tal chica. Al día siguiente, tomando el vermouth con aquella gente te vuelves a encontrar con esa chica, esta vez acompañada de otro con más ganas que tú por ir a hacer algo con los coches. Y se lía.

Se lía de forma que bastan cuatro mensajes cruzados por el móvil para acabar saliendo dirección Cangas de Onís, Asturias, con varios objetivos, entre los que está sencillamente gastar gasolina y ruedas. Conducir por conducir, pero no de cualquier forma, sino como realmente se disfruta de la conducción: 12 kilómetros de brutal subida, plagados de virajes, un frío de impresión en el exterior, y coches sin capota. Y los trayectos correspondientes hasta el lugar, evidentemente.


Con capota, pero sólo lo que tarda en secar tras el lavado.

Mucha gente considera que son amantes de la conducción, y presumen de ello. Mentira. Lo que la mayoría de ellos hacen es ir de un lado a otro y, eventualmente, disfrutar con el desplazamiento. La verdadera conducción de placer consiste en acelerar, hacer culear el coche en cada curva, a ser posible con el cielo por techo y sin ningún motivo concreto que no sea el disfrute. El disfrute de la máquina, del paisaje, y de esas carreteras que nunca nadie reconoce como verdaderas obras maestras de lo que mejor sabe hacer el hombre: buscar un objetivo, y hacerlo de la forma más difícil posible.

¿Qué sentido tiene el puente de Millau? Podría haberse hecho más bajo, más normal. Y sin embargo ahí está. ¿Qué sentido tiene una carretera que va a unos lagos perdidos en medio de la montaña, donde nunca nadie vivió? Hacernos disfrutar, sea en bicicleta, sea andando, o sea haciendo ruido sobre cuatro ruedas. Con eso ya es suficiente, y no es poco.


Millau.

El ir de Oviedo a Cangas de Onís es un trayecto “a la antigua”. Si bien hay un buen trecho de autopista, pronto se circula por una carretera nacional que no cesa de atravesar pueblos, uno tras otro. Los adelantamientos se suceden, especialmente a aquellos extraños conductores que circulan de forma constante a 79 km/h, independientemente de la limitación de la vía en cada momento. Cuarta a tercera, acelerador a fondo, motor hasta las 7.000 vueltas, cuarta, regreso al carril, y quinta rápidamente para “bajar el volumen” un poco y así continuar hasta el siguiente “estorbo”. Resulta curioso ver, además, los adelantamientos forzados en línea continua que sigue haciendo la gente, aunque estén a menos de dos kilómetros de su destino. Pero esto no es disfrutar de la conducción, no nos engañemos, y de ahí que considere como estorbos a la mayoría de los demás usuarios de la vía. En realidad, ninguna vía con usuarios dará jamás el gusto supremo de un puerto de montaña vacío. Y si se pudiese, iría hasta allí por autopista. Todo lo cual no quita para que sienta excitación en un buen adelantamiento ultra-rápido, y más si el coche es potente y hace música por ruido.

De cualquier forma, como bien decía Javier Krahe, “no todo va a ser follar”. La gran maravilla de estas salidas clandestinas consiste en el conjunto de la experiencia, que incluye una charla amena en un bar, comer en algún sitio interesante (lo sea por el motivo que sea en cada caso), pedir un chocolate en el bar a la vuelta… todo.


O recibir la bendición antes de darle zapato.

Así, tras haber comido amigablemente rodeados de la gran familia dominguera de todo-terreno aparcado a la puerta, mesa para los “chavales”, pantalones de fin de semana con bolsillos laterales modelo “aventura”, etc… nos dirigimos hacia nuestra carretera. El trayecto es sencillo, sobre todo cuando delante circula alguien que se lo conoce al dedillo. Pronto nos acercamos a la Basílica y, tras las fotos de rigor, damos media vuelta para encarar la subida. Al principio, zona más bien boscosa, conviene tantear el suelo. La temperatura exterior es baja, la carretera es sombría, y estamos a finales de diciembre. Podría haber hielo, pero no lo hay. Bien.

Durante toda la subida sólo adelantaremos a dos coches. El primero, un todo-terreno más, se lo ve venir y se echa ligeramente a un lado en cuanto hay oportunidad. Gracias. La compenetración entre los dos pilotos es perfecta sin necesidad de palabras. Sabemos a lo que vamos, sabemos cómo hacerlo, ambos conocemos el puerto y ninguno tiene nada que demostrarle al otro con maniobras estúpidas. El siguiente coche en caer, portugués, tampoco tiene reparos en apartarse. Podría novelar el relato contando que, en el adelantamiento, el conductor baja la ventanilla para sentir el rugir de nuestros motores, pero quedaría demasiado tópico y, sobre todo, demasiado cursi. Lo que haga ese conductor me trae sin cuidado. Allí estamos para disfrutar nosotros dos con nuestros coches, independientemente de la audiencia. Si ellos también disfrutan, de nada.


Horrible plano, por cierto.


El tramo conocido como “La Huesera” se acerca. Es una zona prácticamente recta sin mucho barranco a la derecha, con el lateral izquierdo protegido por la montaña. La ocasión es ideal para acelerar aún más, exprimiendo la mecánica al máximo. Ojo, rápidamente llega un giro pronunciado a la derecha tras el que entramos en una de las zonas más espectaculares de la subida, plagada de revueltas verticales, muretes separando del vacío, contra-soles cegadores, zonas sombrías con riesgo de hielo, y una considerable elevación hasta casi llegar a la cima. Y ahí está el primero de los lagos, el Enol.

La parada para las fotos es obligatoria. ¿Difícil sin walkie? En absoluto. Un toque de largas y el warning sirven para hacer comprender al compañero que hay algo por lo que merece la pena parar. Y vaya si lo merece. Lo merece de tal forma que el resto del escasísimo tráfico puede y debe esperar a que terminemos las fotos. A fin de cuentas, la prisa allí no existe. Lo que existe es una vista impresionante.


Eso mismo.

El frío va en aumento, y tras la ligera bajada viramos a la derecha para continuar subiendo. Objetivo: el lago de La Ercina y el paisaje nevado de los Picos de Europa. La carretera ya ha dejado de ser una cinta de asfalto en buen estado y se convierte poco a poco en una sucesión de parches que desembocan en un aparcamiento afortunadamente sin asfaltar. Es pertinente hacer una sesión fotográfica arriba, pero el frío no deja pensar y sólo hay ganas de abrir el capó y colocar las manos sobre el bloque del motor. Está caliente, buena señal. Como es buena señal que las ruedas estén calientes, como es buena señal que los frenos no lo estén. Y es que les espera una bajada considerable. Una bajada en la que de poco sirve retener con el freno motor. En segunda velocidad, el coche se embala sin piedad alguna en cuanto soltamos el freno. No pasa nada, es buena señal. Significa que acabamos de subir por uno de los mejores puertos de Europa y, por tanto, del mundo.


Iniciando la bajada.

¿Correr? No hay motivo alguno para correr bajando. Vale más ir parando en ciertos sitios, disfrutar del paisaje que no hemos visto a penas en la subida, charlar, hacer más fotos, y seguir nuestro camino de nuevo hacia la Basílica.

Me gusta conducir. Sí, lo puedo decir con total confianza en mí mismo. Estas son las cosas que te hacen disfrutar de la conducción, y aunque mi coche para muchos sea un vehículo modesto, y para algunos sea una “mariconada”, yo me río en su cara porque sé de lo que es capaz. Y lo que proporciona no lo hace ninguna medianía de vehículo compacto racional que tanto se estila, aunque pueda ir más rápido. Afortunadamente a esos siempre les quedará el tuning y los “ajusticiamientos” en las vías de acceso a los centros comerciales. De hecho, el ataque de risa todavía me dura desde que, de vuelta a casa plenamente satisfecho, fui adelantado de forma absurda y condescendiente por un Opel Mierda GSI a la salida de una de esas rotondas urbanas. Angelito…


Amigo, corre por el centro comercial... yo vengo de ver esto.

Aparco el coche en su plaza de garaje y lo miro. No soy de los que hablan a sus coches, la verdad. Se ha portado como debía de portarse. Es un buen roadster.

domingo, 16 de diciembre de 2007

La Zapatilla II

Dejando de lado la desgracia absoluta que supuso en mí la posesión de aquel cacharro, lo cierto es que no todo fue tan negro. Y no hablo de la experiencia global, cuya lección es de las de no olvidar, además de bastante útil a día de hoy cuando se me presentan ocasiones de hacerme con otro coche viejo. Tampoco hablo del mayor subidón de mi vida: el día que vi cómo se lo llevaba aquel chalado subido en la grúa (el estado natural de aquel coche) tras darme a cambio una sustanciosa cantidad de dinero.

El X 1/9 lo cierto es que tuvo momentos gloriosos. Concretamente tres, que podrían ser muy pocos para los seis meses que lo tuve, pero que se corresponden con cada vez que lo utilicé. Y pocos coches hay que te den esas satisfacciones a cada uso.


Porsche 911 GT3, seguro que es uno de esos.

El primero de ellos sucedió el día de la compra. La antigua dueña vivía en una casa de campo, alejada de Melun, en el Sur de París, cerca de Fontainebleau. Una carretera de campiña, con curvas y mucha vegetación a los lados; una tarde de verano; un coche sin techo con un olor maravilloso, mezcla de aceite, mala combustión, cuero viejo, y ese toque de “avería” que tienen todos los coches antiguos, especialmente los italianos. El hombre y la máquina en perfecta armonía, que dirían los cursis, aunque no les faltaría razón, ya que había que estar algo desequilibrado para sentirse en armonía con semejante artefacto, y yo acababa de comprarlo… evidentemente, algo desequilibrado tenía que estar.

Ese primer paseo, solo, a bordo de uno de mis coches favoritos de todos los tiempos, mío, sintiendo la conducción, escuchando las cuatro salidas de escape atronando al pasar entre las casas… Y la primera parada en la gasolinera, lleno absoluto de Super. Un par de rotondas y dirección a la autopista camino de París. En el peaje, una primera comprobación de las simpatías que despierta el coche. Saludos de aprobación y admiración entre quienes me adelantan, pues el coche no permite ir a más de 100 por hora, so pena de perder apoyo en las ruedas delanteras y quedarse sin dirección. Llegar a París, aparcar por fin en ese parking que llevaba casi un mes esperando por su ocupante. Quedar con un amigo, pasar a buscarle. Subir los Campos Eliseos, cambio de sentido en el Arco del Triunfo, la gente te cede el paso, bajar los Campos Eliseos majestuosamente… Perdón, me he dejado llevar. Lo cierto es que ese momento de gloria sólo duró hasta el parking. Una vez allí se caló por primera vez. Llegar hasta el Hotel de Crillon para recoger a mi amigo fue un calvario. La subida de los Campos Eliseos y el rond-point no estuvo mal, pero en la bajada el coche se caló constantemente. Recordé lo que me había anunciado otro amigo: “ya verás los atascos en los Campos Eliseos cuando explote el motor…” Casi casi.


Y con tráfico de fin de semana, imposible hacerlo mejor.

El segundo momento de gloria del Fiat tuvo lugar unos pocos días más tarde, cuando inicié la búsqueda de un taller en el que me pusiesen a punto el coche (inocente de mí, pensé que era lo único que necesitaba). Volvía de la concesión Fiat de Boulogne, en la que la recepcionista, tras decirle yo tener un X 1/9 del 82 me respondió con un “¿pero es un Punto o un Stilo?” Uno se queda en blanco ante semejante retraso mental. El caso es que hubo que parar en un semáforo previo a la Porte de Saint Cloud, que es una gran glorieta con varios carriles, un puente que cruza el boulevard Periférico y pasa junto al estadio del Parque de los Príncipes, y otra gran glorieta ya dentro de París.

Parado en el primer semáforo, un “chavalete” se sitúa en el carril contiguo con el compacto de moda. Cruce de miradas, disposición a pique. Lo cierto es que no soy partidario de las carreritas y demostraciones de potencia, pero… ¿qué coño? El semáforo se va a poner en verde, introduzco segunda, me olvido del embrague, hundo medio gas… motor a alto régimen, última mirada, semáforo abierto, levanto embrague y el coche sale disparado entre una nube de aceite, vapor, gases varios y algún que otro tornillo. El compacto de gasoil y probablemente segunda mano, con conductor patético de gorra hacia atrás y chándal blanco, ha sido humillado por un Ferrari 154 GTS. Y yo voy a bordo del Ferrari. Normal que a duras penas llegase hasta el garaje… Que me quiten lo bailao, pienso entre risas, esperando que nadie me haya reconocido.


Allí iba yo, a morir...

Volviendo a la normalidad, relativamente, meses más tarde vuelví al taller para recoger mi coche, ya equipado de un nuevo escape, un carburador limpio y piezas diversas. Y es aquí cuando llegó el tercer y último momento glorioso de mi vida a bordo del X 1/9, que no es nada más (ni nada menos) que el paseo que me di atravesando el boulevard de Grenelle, cruzando el puente de Bir-Hakeim dejando atrás a mi derecha a la Torre Eiffel, enfocando la Avenida Versailles, dando un rodeo para no llegar a casa nunca, y aparcando el coche con la normalidad que tanto había soñado. Por fin tenía un coche que hacía cosas de coche, como arrancar, girar, frenar, no calarse, etc… Poco duró. Al día siguiente no arrancó, y no lo volvería a hacer hasta un par de meses después, para explotar el motor al instante. Pero aquel paseo es algo que no se olvida, como no se olvida al primer Ferrari.

Sonará presuntuoso, pero aquel coche compartía algo más que piezas y diseñador con algún Ferrari de la época. Además de una fiabilidad ridícula, fundamentalmente tenía en común con los Ferrari, especialmente con aquellos que se compran con esfuerzo y por admiración, no como objeto de lujo, esa capacidad de… de ilusionar. De hacerte sentir como si tuvieses 7 años y estuvieses de rodillas sobre la alfombra, jugando con tu cochecito miniatura. Lo cierto es que lo echo de menos. Bueno, sólo un poquito…

lunes, 10 de diciembre de 2007

Vin de Paille

El despacho del Jefe de Recepción, actualmente Director de Alojamientos, de un conocidísimo hotel de lujo parisino siempre me llamó la atención por dos cosas: el tremendo desorden de viejas carpetas en contraste con la limpieza y el orden de toda la sala, y una esquina bajo la mesa que es realmente una cueva de Alí-Babá, un Arca Perdida, una Isla del Tesoro. De hecho, un día llegamos a sacar de allí una camisa de hombre, talla 42, bastante fea por cierto, que le había sido regalada por algún cliente, pero también se pueden encontrar de forma permanente objetos del merchandising más diverso, desde cosas de clubes de fútbol a artículos de empresas de aviación, o incluso recuerdos de visitas oficiales de países exóticos, banderas de Bahrain, puñales yemenís, algún que otro par de zapatos…

Suele ser habitual que haya botellas de vino por ahí guardadas, como si las sacase a escondidas de la bodega del hotel, pero no es el caso. Y es que este tipo es un gran aficionado a todo lo que salga de la uva y venga en botella, y siempre está buscando buenos vinos en subastas, liquidaciones, catálogos de pequeños productores, etc… Si leyeron la entrada sobre el champagne Dom Perignon Rosé 1993, ahora sabrán quién consiguió esas botellas en Sotheby’s.


Así, más o menos….

Pues bien, en una ocasión de su cueva salieron dos pequeñas botellas, finas y alargadas, de algo que decía ser “vin de paille”, “vino de paja”. Vino de paja… Como buen aficionado a los vinos dulces que soy, nada más ver la botella me imaginé su contenido. Y acerté. El vino de paja es una forma más de obtener vino dulce a partir de uvas con alta concentración de azúcar. En Hungría y en Sauternes lo hacen dejando a la uva pudrirse por el ataque de la Botrytis Cinerea. En Andalucía y Levante dejan las uvas secarse al sol antes de prensar. Y en la zona del Jura ese secado de la uva se hace lentamente, sobre un lecho de paja que le acaba dando a la uva un toque muy característico.

Pasadas las seis semanas mínimas marcadas por la ley, aunque generalmente suelen ser entre tres y cinco meses, una vez que la tasa de azúcar es la deseada, las uvas son prensadas en tiradas muy pequeñas, para evitar en lo posible las pérdidas, dando un rendimiento muy pobre, de unos 20 litros por cada cien kilos. Debido a esto, se suele comercializar en medias botellas. Estos vinos pueden aguantar los 10 años embotellados si las condiciones son favorables, por lo que son buena inversión.


Tienda de Lavinia en París

Sin haberlo probado, no sabiendo más que lo que me había contado esa persona, me dirigí a Lavinia, en el Boulevard de la Madeleine, entre la Iglesia y la Opéra Garnier. Para mí es una de las mejores tiendas de vinos de París, y no lo digo por su variedad o por sus piezas exquisitas, sino por la profesionalidad y el realismo de sus sumillers. Y es que cansa ir a un sitio en el que, si te llevas algo de menos de mil euros, no eres un cliente merecedor de la bodega de la tienda, que es algo que pasa en otros locales que se creen “exclusivos”. En Lavinia siempre se te atiende bien, y si encima vas buscando un producto raro, mejor aún.

Ante mi total desconocimiento de lo que iba a comprar, el propio director de la tienda se ofreció para aconsejarme. “Esto es pura fresa del bosque”, me dijo entusiasmado. Y es que, de entre la escasa variedad de vin de paille de la que disponían, yo me estaba llevando probablemente el mejor de todos: el PMG de Stéphane Tissot. “Fresas del bosque”, insistía mientras me preparaba el paquete, al tiempo que no callaba con que había que tomarlo solo, sin nada más. Mi ilusión iba en aumento, qué duda cabe.

PMG no quiere decir otra cosa que “pour ma gueule”, que se podría traducir como “para mí solito”. Por lo visto, un año el Señor Tissot se inventó un vino imposible de incorporar a la Denominación de Origen, creo que por alta concentración de azúcares o por bajo contenido alcohólico, que decidió guardárselo para él. Pero ese vino estaba tan sumamente bueno que al final tuvo que empezar a comercializarlo, pues todo el mundo se lo pedía. Normal que se lo pidiesen… Ahora vende la mitad de la producción. Si han probado vinos como los Sauternes, el conocido PX de Pedro Ximénez, el Casta Diva alicantino o los Tokaji húngaros, pueden hacerse una idea de lo que hablo. Y sin embargo, pese a tener esa idea, se equivocarían. Y es que es parecido, pero al tiempo no tiene nada que ver.



La dulzura, la suavidad, el cuerpo, la untuosidad, el bajo contenido alcohólico… todo ello hace del PMG un vino parecido, pero muy diferente. Cuando el de Lavinia decía entusiasmado eso de “fresas del bosque”, tenía toda la razón. Que de la uva salga algo con sabor a fresa es curioso, ¿no? Pues no lo sé, pero sí sé que es delicioso. No es un vino fuerte, no pega como pega el Casta Diva, ni es tan dulce como el PX, ni tan dorado como el Sauternes. El PMG es de un color parecido al oro rosa, y siendo de ese color creo que queda todo dicho. Es un vino tan sumamente refinado y que resulta tan diferente, que al probarlo te olvidas de todo lo demás, porque además tiene muy poco alcohol.

Stéphane Tissot también comercializa otros vins de paille. He probado uno que llama “Spirale”, y aunque es exquisito, no alcanza la suavidad total del PMG. Pero tiene una ventaja: es más fácil de conseguir. Es precisamente a partir de la primera prensada de ese vino que se saca el mosto para el PMG. Y por eso del PMG se hacen las botellas que salgan, ni más ni menos, y se venden todas. De hecho, Lavinia contaba con tres botellas en stock cuando yo compré la mía. Una pena que no me hubiese llevado más, porque encima no se puede decir que sea caro. A unos 90 euros la media botella (375ml), qué duda cabe que es dinero. Pero es que este vino podría costar 900 si lo quisiesen pedir, y se vendería.


Stéphane y Benedictine Tissot

Y encima, según David Biraud, grandísimo sumiller francés, Stéphane Tissot es un tipo simpático y agradable. Normal, haciendo el vino que hace… Yo ya estoy planeando un viaje al Jura a visitar la bodega y comprar alguna que otra botella, no sea que le dé por subir el precio y cambiar sus vaqueros por trajes de Lanvin. Cosa que dudo, sinceramente.

PMG, de Stéphane Tissot. Si lo encuentran, no lo duden ni un instante.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Salsa de cigalas

Que Karlos Arguiñano sea el mejor cocinero mediático de España, y probablemente del mundo, no es casualidad. No es sólo haber aparecido en el momento justo, ni el contar chistes tan malos como

- Manolo, estoy confuso
- Ya, pero yo me llamo José
- Pues más a mi favor…

Lo que hace de Karlos un éxito absoluto es su forma de conectar con su público, buscando siempre esa cercanía que le lleva a recomendar desde comer bien y variado, a tener cuidado en la carretera los fines de semana. Hay quien ha buscado politizarle, qué raro en España… Pero cualquier opinión que pueda tener sobre otros asuntos, se olvida en el momento en el que saluda como siempre a “amigos, amigas y familias”. Y eso es parte de su grandeza. Si encima nos enseña a cocinar rico, sano y barato, el nivel de admiración por Karlos ha de aumentar por fuerza.



Desde la entrada del Steak Diana no había vuelto a publicar ninguna receta, y no será por falta de ideas. La de hoy he de reconocer que no es en absoluto barata. O quizá sí lo sea, según se mire, pues lo cierto es que podremos usarlo como base para una buena sopa, y nos permite aprovechar absolutamente todo de las cigalas. Decir que la receta original de Karlos incluye un flambeado con brandy. Yo he preferido tirar de vino blanco, haciendo todo más sencillo.

Como siempre, empezaremos preparando todos los ingredientes ya dispuestos para incorporarlos. Parecerá una tontería y quizá un uso excesivo de platillos y demás, pero tanto para el neófito como para el experto, esta manera de cocinar permite concentrarse en lo que se hace, no olvidar nada, y alargar el tiempo en cocina, además de poder permitir a alguien ayudarnos, convirtiendo la cocina en otra parte divertida de la comida o cena que organicemos. Así, dejaremos preparados y a nuestro alcance:

- Cebolla picada.
- Cabezas, pinzas y cáscaras de cigalas crudas, con cuidado al pelarlas porque pinchan.
- Ajo pelado sin picar.
- Aceite de oliva.
- Sal.
- Vino blanco, como siempre de buena calidad. Cuanto mejor sea el vino, mejor sabrá la salsa.
- Agua.
- Harina de maíz diluida en agua.
- Salsa de tomate casera, o un buen tomate frito.
- Cazuela profunda.
- Colador.
- Mortero y cuchara de madera.

Y nos pondremos manos a la obra, sofriendo ligeramente a fuego medio y en aceite abundante la cebolla y el ajo, con un punto de sal, esperando que la cebolla alcance un tono transparente, momento en el que añadiremos sin piedad las cigalas, que recibirán un machaque considerable con el mortero. Se trata de destrozar al máximo toda la casquería, para obtener el máximo de sustancia. ¿El tiempo? No soy cocinero exacto, por desgracia, pero calculo que con unos 5 minutos dándole bastará, quizá menos. Intentaremos llegar a un punto de fritura considerable, sin que se nos queme la cebolla.


Curiosa imagen que da Google al buscar "refrito"...

A continuación, un chorro de buen vino blanco (personalmente me gustan los Gewürztraminer, o en ausencia de estos, un Viña Esmeralda de Torres), acompañado de otra parte de agua, hasta que cubra bien todos los ingredientes, y dejaremos cocer durante un buen rato, que pueden ser perfectamente 10 minutos, siempre a fuego medio tirando a bajo. Hacia la mitad de la cocción podemos añadir la Maicena diluida. Lo que buscamos con ello es darle consistencia, espesura a la salsa, pero si no tenemos Maicena, siempre podremos añadir un poquito de harina de trigo. El problema con ésta es que corremos el riesgo de que nos dé un sabor a harina bastante notable si nos pasamos, dado que no la ponemos previamente cocinada. Otro espesante posible es el pan rallado. De cualquier forma, no se trata de hacer un puré espesísimo, sino más bien una sopa algo más densa de lo habitual. Añadiremos también una cucharadita de salsa de tomate, que nos permitirá darle un color rojizo muy apetecible.

Evidentemente, el olor que todo el proceso genera es más que considerable, especialmente en el momento de sofreír las cigalas, así que habrá que prever una buena ventilación.


Llamen a los bomberos, que se les quema la salsa….

Cuando una parte del líquido ya se haya evaporado y la crema se sienta espesa al remover, llega el momento de colarla. Lo ideal sería utilizar un chino, pero cualquier buen colador casero y grande, de malla metálica, nos servirá. Con cuidado al verter el contenido de no quemarnos con el vapor o salpicaduras, dejaremos que el líquido se vaya colando, y cuando las cáscaras se queden en el colador, con la ayuda del mortero seguiremos sacando sustancia.

¿Tirar las cáscaras? Pues no necesariamente. Dado que han cocido unos 20 minutos en total, bastará con añadir otras cabezas de langostinos o gambas para conseguir un buen caldo de marisco que podremos tomar al día siguiente como sopa.


Omá, qué rica…

¿Y qué hacer con la crema de cigalas? Servida bien caliente como salsa, puede acompañar unas brochetas de cigalas y verdura, un buen filete de pescado a la plancha, o a las propias cigalas a la plancha incorporadas a un buen arroz, por ejemplo.

En definitiva, es otra forma de aprovechar un marisco que no siempre es fácil de comer, pero también de pasar un buen rato en la cocina disfrutando de paso de ese vino blanco que hemos abierto. Cuidado no se pasen.

Rico, rico.

Nota para mis lectores franceses: ahora es su turno de liarse ante el marisco. Y es que en Francia llaman crevettes a las gambas, gambas a los langostinos, y langoustines a las cigalas. Chalados...

sábado, 8 de diciembre de 2007

Está en nuestra sangre

El otro día, mientras revisaba unos videos del programa de la BBC Top Gear en la que comparaban tres descapotables, Richard Hammond aseguraba que los ingleses saben perfectamente cuál es la receta exacta para fabricar roadsters, que habrán de ser ligeros, ágiles y, sobre todo, relativamente baratos. Justificaba su opinión en el hecho de que Inglaterra lleva esa receta en la sangre, y es que desde los inicios del automóvil deportivo, los ingleses se han mostrado como los mayores aficionados a conducir con el cielo por techo, algo paradójico a la vista del clima que padecen. Pero efectivamente, son los que más descapotables compran, y lo cierto es que resulta difícil ver uno con la capota puesta cuando deja de llover.


Esto es un roadster, inglés.

En muchas otras cosas los ingleses se muestran como los mejores ejemplos. Desde las cervezas de tipo Ale a la independencia de sus televisiones o la fuerza de la prensa amarilla, sin olvidar las señoras gordas de pelo rubio y alisado, los tatuajes en todo tipo de personas, las borracheras vespertinas, el mal comer, el humor negro, o el liberalismo sexual de sus jovencitas. Pero no cabe duda de que el coche tipo roadster es una buena muestra de la sangre anglosajona. MG, Triumph, TVR, Austin, Lotus… ellos lo inventaron.

De cualquier país se pueden nombrar muchos tópicos. Los alemanes son personas de bigote y pelo siempre pasados de moda, vestimentas espantosas con colores imposibles, jarra de cerveza en mano, y con una mente cuadriculada. Los franceses, además de chovinistas hasta el extremo y de tirar la fruta española en las fronteras, resultan amanerados para el español medio, y tienen unas costumbres horarias incompatibles con la vida que se conoce en el Mediterraneo, además de hacer Champagne y tener mujeres que no se depilan. Los italianos van siempre bien vestidos, aunque sean indigentes, y hablando a voces siempre están intentando seducir. Además, comen pasta, pizza y beben birras, punto. De los holandeses sólo se sabe que creen hablar inglés mejor que los ingleses, que fuman porros y consumen pornografía sin parar, y que viven en un país sin montañas. Los belgas no tienen personalidad, los suizos son aburridos, los rumanos son gitanos y las checas están todas buenísimas. Y los rusos, por poner otro ejemplo, son unos borrachos de vodka, fríos y calculadores, generalmente mafiosos, gordos y horteras que se casan con chicas excesivamente jóvenes y demasiado rubias, porque las rusas morenas y/o pelirrojas son lesbianas.


Esto es un ruso, ruso.

Evidentemente son todo tópicos, como lo son de España el ir vestido de torero, el comer permanentemente tortilla de patatas o paella, dormir la siesta, salir por la noche todas las noches, tener la piel morena… Y sin embargo bien es cierto que, cuando se vive en el extranjero, se llega a reconocer al instante al turista español, antes incluso de que hable.

Si hay algo que nos une, algo plenamente común al total de la población española, algo que realmente está en nuestra sangre… es el engaño, el timo, el robo.

Hace tiempo intenté comprar un coche usado en España. De hecho, era uno de esos roadsters tan populares entre los ingleses. Y a pesar de ser el vendedor alguien relativamente conocido, y haber visto el anuncio en la revista interna de un banco importante, me trataron de engañar. Cuando no son los kilómetros reales, es el estado y el historial del coche, su uso. Resulta curioso ver como la inmensa mayoría de los coches usados a la venta tiene unos ochenta mil kilómetros, ha dormido siempre en garaje, y era usado por la esposa de un médico (al parecer, las esposas de los médicos tratan muy bien a los coches que éstos les compran), un jubilado, una señora para hacer la compra, o un segundo coche para ir de vacaciones.


80.000km, como nuevo, siempre en garaje.

En esta ocasión el propietario aseguraba no haber tenido nunca ningún golpe, y presumía de llevar aún las cubiertas de origen. Examinando bien el coche, a la vez que el vendedor ponía gesto de circunstancias, se descubrió que el coche había recibido un golpe por detrás y estaba reparado. “¿Golpes? No, nada, ninguno… bueno, lo normal, pero nada… Lo normal”. Lo normal debe de ser accidentar coches y no decir nada de nada. La prueba del vehículo reveló un sospechoso sonido metálico procedente de la parte trasera del coche a cierto régimen de vueltas. Comentado el asunto en un foro inglés, y sin haber mencionado lo del accidente descubierto, la primera respuesta fue demoledora: “el coche ha sido golpeado por detrás y suena el diferencial. Olvídalo, vete a por otro”.

Siempre es la misma historia. Siguiendo con los coches, a un buen amigo le estafaron con un deportivo alemán. Sí, ese famoso Porsche 911 con cemento a modo de soldadura en el motor, comprado en un taller especialista en Porsche, para más INRI. Él hizo más o menos lo mismo para venderlo, creando un contrato de compra-venta blindado que no dejaba lugar a ninguna reclamación. Y a mi amigo no le tengo por un estafador... Pero si quería deshacerse de aquel muerto, tenía que seguir el procedimiento “habitual”: engañar, aunque sea diciendo medias verdades, sin mentir.


Buscando la idea...

Ibercorp, Banesto, Afinsa, Forum Filatélico, Gescartera.... desde el sector privado. La expropiación y venta de activos de Rumasa, las comisiones en la tramitación de licencias, todo lo que rodea al sector inmobiliario y de obras públicas, etc… desde el sector público.

Las comisiones en B de cualquier negocio, desde trabajos y reparaciones sin factura, a sobreprecios abusivos por conceptos extraños. Las trampas en las construcciones y obras, con empresas que facturan más material del utilizado tanto al Estado como a otras empresas, que a su vez repercuten ese coste ficticio en el comprador.

Los pisos con una parte en dinero negro, de siempre. Los constructores forrados en base a subir el precio de los pisos para así "ganar un poco más", como un conocido mío que, queriendo comprarse un Mercedes de 22 millones de pesetas, y teniendo en venta 22 pisos.... subió 1 millón el precio de cada piso, sabedor de que los iba a vender, sólo para comprarse el coche sin que le costase.

El colarse en las colas de cualquier lado. Reclamaciones ridículas en cualquier sitio. Descargas de todo tipo de contenidos pero protestas exacerbadas por el famoso canon de Autores. Redondeos del 66% con el Euro, ya saben, “un euro igual a cien pesetas”.


Todos así.

No declarar nada del minibar de los hoteles si no nos lo preguntan, o llevarnos el albornoz, una toalla, o incluso una manta o un cuadro, como me han contado algunos hoteleros. Cambiar la tapa de las cajas de langostinos congelados para llevarse los caros a precio de los baratos. Marabuntas en las rebajas y robos en las grandes superficies.

Esperar que la cajera se equivoque con la vuelta y salir corriendo. Protestar por la pizza no tan caliente como debería y obtener pizzas gratis. Pedir el forfait de niño en las estaciones de esquí, teniendo ya 17 años, perilla y tatuajes. Colar cocacolas y palomitas en los abrigos dentro del cine. Ir a ver a la tía abuela en Navidad para sacarle el dinerín habitual, y luego olvidarse... robar un chicle con 10 años…

Llamar por teléfono desde el trabajo, mientras navegamos por Internet. Salir a desayunar, a tomar el pincho, a comprarse un par de zapatos. Que la propia Ministra de Fomento llegue tarde a la votación en la que se la revocaría o se le confirmaría en el cargo. Escaquearse de alguna responsabilidad o tarea en cuanto se pueda.

Contratar en prácticas, como becarios, a titulados universitarios. Ofrecer puestos de aprendiz pero al mismo tiempo exigir experiencia previa. Salarios ridículos sin ninguna relación con los precios de las cosas, más parecidos a propinas que a verdaderas pagas.

Lo llevamos en nuestra sangre. Nos gusta robar, pero nos seguimos enfadando cuando nos roban.

Afectados de Afinsa y Forum reclamando ayudas estatales, aunque invirtiesen dinero no declarado. Fraudes a Hacienda, todo lo que se pueda y más. Parados que no trabajan por seguir cobrando el paro. Prejubilados haciendo trabajillos extra. Aquel 3% del gobierno catalán en comisión. Impuestos de transmisiones patrimoniales y tasas abusivas para cualquier tipo de trámite, aunque éste sea prescindible.


Mis favoritos.

Somos el país en el que más billetes de 500 euros hay, cuando por lógica no debería ser así.

A veces nos quejamos de la picaresca de los gitanos, del gitanillo que le manga 3 euros a los críos los sábados por las tardes en las zonas de fiesta, del que te vende kleenex, del que te limpia el parabrisas... Pero nos encanta robar. Sea robar en el sentido estricto de la palabra, sea engañar, aprovecharse del otro en cualquier situación, como una incorporación de autopista sobrecargada, un semáforo en ámbar, un cruce, la entrada del garaje aprovechando que alguien abre la puerta para salir, etc… El timo de la estampita, en la que la víctima pretende aprovecharse del gancho, es mi favorito, sin duda.

Cuando se han conocido otras culturas, otras formas de ver las cosas, cabe el consuelo de pensar que en todas partes cuecen habas. A fin de cuentas tampoco se vive tan mal en España, aunque haya ese peaje que pagar. Otros peajes en otros países desarrollados son aún peores, qué duda cabe.

Les dejo que sigan navegando desde el trabajo. Yo voy a ponerme el traje de luces y a dormir un rato la siesta, que luego toca comer paella y ver el fútbol.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Restaurante Aki, Madrid

Sonará extraño, pero estando en Madrid una noche lo último que me apetece es comida española, tapas, cañas, etc… Si acaso un pincho en algún sitio, o si llegase al mediodía una comida en plan tabernas. ¿Pero las cenas? Las cenas, cuando no se viene con un plan establecido y se está libe de compromisos, prefiero hacerlas en algún pequeño restaurante de esos “exóticos”.

La calle Echegaray me es conocida por dos motivos: el primero es el Hotel Santander, un dos estrellas bonito y auténtico en el que un conocido estuvo viviendo mientras estudiaba arquitectura, para cachondeo absoluto del personal cuando cuenta anécdotas; el segundo es un restaurante japonés de cuyo nombre me es imposible acordarme, y que curiosamente estaba cerrado. Ese cierre nos sirvió para conocer otro, un poco más alejado de la Carrera de San Jerónimo, llamado Aki. Y fue todo un descubrimiento.





















El local es pequeño e incluso cutre, como debe de ser. Eso te indica que se trata de un restaurante auténtico, y no de una fábrica de sushis. Es más una taberna, un bar, que un restaurante al uso. Llegamos hacia las 9, y sólo había un par de mesas ocupadas, una de ellas por un grupo de japoneses. Buena señal. Escasos diez minutos más tarde, el local estaba lleno.

Por primera vez en mi vida comí patatas guisadas con carne… con palillos. Curiosa tapa de aperitivo. El menú no es muy diferente de cualquier otro japonés de ciudad europea al uso, con la típica variedad de makis, sushis y sashimis. Como soy alérgico al pescado crudo, opté por el Yakitori, que siempre suele sentar bien. Tampoco pedimos nada del otro mundo, sino un clásico menú de sopa de miso, brochetas y cuenco de arroz. ¿Para qué más? A veces apetece comer esas cosas, igual que a veces apetece una pizza o un pincho de tortilla. Si además se acompaña todo con una cerveza Kirin, mejor que mejor. Pero no me cabe ninguna duda de que variedad de platos hay. De hecho, nuestros menús no existen como tales en la carta, como sí pasa en otros japoneses “turísticos”.





















Seamos realistas, no es ni un sitio de lujo, ni mucho menos un restaurante de alta gastronomía. Es un sitio más que tener en la agenda y al que ir muy de cuando en cuando. Es decir, en esas raras ocasiones en las que se está ahí sin ningún compromiso ni nada que hacer. Porque además de caro no tiene nada.

Quizá por esa normalidad esta entrada sea tan corta, pero siempre consideré que un restaurante normal sería bueno cuando poco hubiese que contar de él, dejando el tiempo para disfrutar de una cena agradable, alimenticia, que sienta bien… lo justo para volver al hotel, dormir y madrugar al día siguiente. Aunque seguro que sirve perfectamente para ir con amigos y disfrutarlo más, como el grupo de extranjeros que teníamos al lado.





















Por cierto, las Dry Lager japonesas siguen siendo exquisitas, y la Kirin es una cerveza en perfecto compromiso con una cena sencilla, dejando sin sentido alguno no ya a las Heineken, Carlsberg y compañía, si es que tuvieron sentido alguna vez, sino por descontado a la cerveza local, por mucho que en Madrid ésta sea Mahou. La Asahi siempre pensé que era más seca, igual que la Sapporo. Quizá me equivoque y deba volver a tomar las tres al mismo tiempo para juzgar, pero desde luego que la Kirin es perfecta en estos casos, independientemente del paladar que se tenga.

Restaurante Aki, Echegaray 9, 28014 Madrid Tel. 91 429 58 06

jueves, 29 de noviembre de 2007

Audi A3 2.0 TDI, entendiendo el fenómeno.

El caso es que acabo de devolver en la oficina de Avis un Audi A3, y sentado frente al ordenador para escribir algo, no se me ocurre cómo empezar el artículo. ¿Por qué? Porque si hubiese sido un coche asqueroso, me habría inventado alguna historia con la que enlazar esa penuria, pero curiosamente no es el caso.

El fenómeno de los TDI no es que me llame la atención hasta el punto de quitarme el sueño o hacer que me ponga a investigar cual sociólogo de barba y chaqueta de tweed. Es algo que está ahí, y dada mi repugnancia por el gasoleo, siempre he preferido mantenerme al margen. Y es que es un combustible grasiento, sucio y con mal olor, y los motores que lo usan son todo menos finos y suaves al ralentí. Pero como gastan poco y andan mucho, triunfan. Ese es el motivo que siempre imaginé, y ahora, tras mil kilómetros en un Audi A3 2.0 TDI de 140cv, lo he terminado de corroborar: andan como el demonio, y gastan relativamente poco, bastante menos que mis coches de gasolina. O mejor dicho, la mitad en coste efectivo. Pero me siguen dando mucho asco.
















El coche, como siempre, fue alquilado con cargo a puntos de Iberia. Esto es ciertamente estupendo, y muy conveniente, aunque se empeñen luego en cobrarte estúpidas tasas como la de aeropuerto, o una más ridícula aún de estación de tren. Pero es lo que hay, y por dos duros te llevas un coche asegurado a todo riesgo y sin límite de kilometraje. Los coches de Avis, además, suelen estar bastante nuevos, que es algo de agradecer. Mi Sportback estaba equipado con el acabado Ambition, que se entiende más deportivo. Y bueno, dependiendo de lo que uno entienda por “deportivo”, se puede terminar de creer, más o menos. Lo que es indiscutible es la excelente calidad aparente de cada una de las piezas del interior. Todos los mandos tienen un tacto sólido, ajustado y eficaz que siempre es de agradecer, y parecen terminados en un material blando que, aunque puede que no dure toda la vida, lo cierto es que es muy agradable. Por mucho que se empeñen algunos, realmente en este punto no tiene nada que ver con el interior del Skoda Octavia, por ejemplo. Claro, costando lo que cuesta… faltaría más, aunque tampoco es que lo tenga que ver en el resto de cosas que uno siente al conducir.
















El espacio trasero es más que suficiente para el tamaño del coche. El Sportback es más un pequeño familiar que un compacto de 5 puertas al uso, y sorprende por su habitabilidad, altura de las plazas traseras, capacidad del maletero, anchura interior trasera… Le falta, no obstante, un apoyabrazos central trasero que se convierta en bolsa porta-esquís. ¿Y por qué digo esto? Porque ya puestos, anoche me traje mi equipo de esquí a casa, y tuvo que venir cruzado con medio asiento trasero reclinado, y eso no es ni apropiado ni cómodo ni bonito. Desconozco, sin embargo, si es una opción disponible esto que pido. El acceso a las plazas traseras es infinitamente más cómodo que en el BMW Serie 1, coche que considero su más auténtico rival, pudiendo uno instalarse sin necesidad de amputarse los pies antes de entrar.





















El maletero, como digo, resulta amplio y bien configurado, de formas muy regulares y con un tapizado agradable. El otro gran hueco porta-objetos es la guantera, que destaca por su solidez y capacidad. Bueno, quizá yo venga muy malacostumbrado, así que no me lo tengan muy en cuenta. El coche dispone de más huecos, bolsas y recovecos, de entre los que me gustó mucho el porta-tarjetas integrado en el salpicadero. Imagino que puede ser sustituido por uno de esos terribles posavasos, pero quien opte por ello y encima lo use como tal, seguramente no estará leyendo este artículo.
















En temas estéticos, personalmente me resulta atractivo. No me sucede lo mismo con su hermano de 3 puertas, ni tampoco con muchos otros Sportbacks que se ven por la calle, con sus colores fuertes y sus acabados deportivos. Pese a ser un coche con una estética y un concepto que puede caer en el macarrismo más asqueroso, también es posible hacerlo sobrio y discreto. Pero aún así, si es conducido por un joven de pelo corto y gafas de sol, puede que dé una imagen no recomendable. Poco ha de importar, no obstante, cuando se conduce.

Y es que en conducción el coche me ha gustado. Además de ayudarme a comprender el fenómeno TDI por algunas cosas que comentaré, la verdad es que no me lo esperaba tan bueno. No llega al tacto de coche grande grande, pero no se queda lejos. En ciudad resulta cómodo sin caer en el horror de taxi del Volvo S40. Cómodo y con carácter, además de maniobrable. En carretera de montaña prefiero no opinar, teniendo yo lo que tengo, pero donde me ha parecido que realmente brilla es en autopistas o vías rápidas, especialmente si hay curvas. A ritmos bastante elevados, el coche muestra un aplomo muy conseguido, transmitiendo lo que pasa en la carretera en el equilibrio justo entre aislamiento e incomodidad. Traza las curvas con mucha seguridad, casi sin inclinar, pero sus suspensiones no te dejan lisiado con los baches o las juntas de dilatación. Pese a ser un tracción delantera, lo cierto es que se siente muy neutro a la salida de las curvas en aceleración.
















No precisamente en este caso, claro.

Todo eso no debería de sorprenderme, ya que a fin de cuentas se trata de un buen coche, y no es nada en lo que influya el motor siempre y cuando éste sea potente. Pero mentiría si dijese que no me sorprendió. La verdad es que me ha gustado mucho, no sé si más que el BMW Serie 1, pero mucho. Me quedo con las ganas de probarlo con caja automática y motor de gasolina, pero temo perder la gran característica de este coche, que creo ha de venir siempre unida al concepto: el motor TDI.
















El motor...

Su arrancada en ciudad es desesperante. La primera se termina muy pronto si se pretende acelerar fuerte, pero si se va despacio también, teniendo que buscarse la segunda rápidamente. O se dispara, o queda trabado. El ruido es terrorífico, aunque al interior no llegan vibraciones. Si bien maniobrando resulta como un coche de autoescuela de sencillo, esa falta de suavidad me desespera. Quizá con una caja automática se solucionaría la inconsistencia de su aceleración cuando ésta se hace lentamente, pero no lo tengo muy claro. En marchas cortas es un TDI, con su fuerza a la entrada del turbo y su ruido de camión, autobús o camioneta de reparto, tan alto y contundente, y siempre interrumpido por los constantes cambios de marcha que uno ha de hacer si no quiere llegar al corte. Sin embargo, la aceleración es rápida.

El comportamiento una vez lanzado es de sencillez absoluta, permitiendo unas recuperaciones rápidas y con potencia que parece estar siempre disponible. Y todo con un consumo indicado por el ordenador de 6,3 litros en 500 kilómetros, a una media de unos 100 km/h pero con puntas de 180 y trayectos largos sin bajar de 150, muchas curvas, subidas, bajadas y circulación densa en las entradas y salidas de ciudades, además de respeto estricto de límites en las rondas de los pueblos y con el coche cargado. Eso es un consumo que me resulta bajo, ya que como he dicho, en dinero es simplemente la mitad que en mis coches de gasolina, que encima no son más potentes.

El fenómeno del TDI queda explicado por esa sensación de potencia siempre disponible que tienen. La gente, por lo general, no estira sus motores de gasolina como debieran, con lo que sus coches nunca están dando ni toda la potencia que tienen, ni toda la que el conductor cree estar disponiendo. Estos coches de gasoil se llenan de fuerza hacia las 2.000 revoluciones por minuto, y no la sueltan hasta que el ruido te hace necesitar cambiar. Y eso entiendo que llama mucho. Lo cierto es que por autopista resultan cómodos, pues al menos en este A3 el motor a penas se escucha. Pero la verdadera realidad es que resultan muy sencillos de cara a sacarle prestaciones instantáneas en cuanto el coche va lanzado, sin necesidad de escuchar un motor por encima de las 5.500 revoluciones por minuto, y además gastando menos. ¿Qué más se puede pedir?

Pues se puede pedir suavidad, silencio, progresividad, un combustible que no maree al olerlo y que no manche ni deje las manos grasientas… pero a igualdad de reacciones a las solicitudes de potencia al motor, los gasolina no sólo gastarán más, sino que serán más caros, porque serán también bastante más potentes. Un gasolina normal que a 4.000 rpm genera 170cv como lo hacen estos TDI, de todos es sabido que seguirá subiendo esa cifra hasta pasadas las 6.000 vueltas como mínimo, cuando no sean las siete mil o incluso las ocho mil, salvo que hablemos de un Bentley, en cuyo caso estará rondando los 300cv. Y eso es, por así decirlo, más que en el diesel.

Personalmente, creo que me gustan estos coches compactos con estos motores de gasoleo, dentro de lo que me pueda gustar a mí un coche compacto y un motor diesel. Creo que es lo que más les conviene, considerando que nunca un compacto dará el placer de conducción de un roadster, pero sí dará una utilidad práctica inherente a su carrocería. Y ya que buscamos esa practicidad, qué menos que buscarla del todo.

¿Mejor que el BMW? Sigo sin saberlo. Me parece que cuestan más o menos lo mismo en cuanto se equipan como entiendo han de equiparse: bien. Seguramente optase por el Audi, precisamente por contar con una carrocería más práctica, movido por esa necesidad de espacio que sería siempre el único motivo que me llevase a este producto. Pero el coche es bonito… y se viaja muy bien en él cuando hay que llevar cosas de un sitio a otro.

Audi A3 2.0 TDI 140cv Ambition, con un precio base cercano a los 25.000 euros al que meterle perfectamente otros 10.000 en extras, que bienvenidos serán. Demasiado dinero si no se tiene.

La Zapatilla

Existe una ley universal en la compra de todo vehículo usado que, en el caso de un viejo deportivo de esos que llaman “clásicos”, adquiere dimensiones de verdad suprema, de norma que ha de regir toda adquisición. Según ella, un coche usado podrá ser rápido, fiable o barato, pero sólo cabe la posibilidad de que se cumplan dos de esas variables. Así, si es rápido y barato, nunca será fiable; si es rápido y fiable, nunca será barato; y si es barato y fiable, mejor nos olvidamos de que sea rápido.

Recientemente conocí la Corriente de Britney, que tiene una aplicación curiosísima en este tema, y dice que: si el vehículo en cuestión es italiano y tiene cierta edad, las posibilidades de que no sea ni rápido, ni barato, ni mucho menos fiable, aumentan de manera exponencial a su exotismo.












Tan bonito como malo.

Como nadie escarmienta en cabeza ajena, y porque tenía unas ganas locas de comprarme una cacharra singular, caí hace años en el error típico de quien busca coche, se niega a comprar una medianía prefiriendo algo “auténtico” y con alma, y no quiere disponer de un presupuesto elevado. Y digo lo de la cabeza ajena porque meses atrás un amigo había sufrido la muerte en vida por otro “coche viejo”, en aquel caso un Porsche 911 Carrera 3.2 al que se le encontró incluso cemento dentro del motor, a modo de soldadura. Así, tras meses de búsqueda y de barajar modelos tan dispares como los Jaguar XJ40, Maserati Biturbo, Matra Murena, Lancia Beta Montecarlo, Lotus Eclat o Porsche 914, di con un exquisito Fiat X 1/9 a la venta a pocos kilómetros de casa. Y como llevaba tanto tiempo buscando coche sin encontrar nada que me terminase de convencer, fue verlo y traérmelo para casa. La expresión de “quillo, ¿que te ha comprao quée?” de mi amiga Irene, seguida de múltiples risas “humillantes”, fue de lo más cómico… a la par que realista.
















Ahí estaba, en ese aparcamiento esperándome...

El Fiat X 1/9 es un representante de los “popular mid-engines” de los 70 y 80, pequeños deportivos relativamente asequibles, con motor central. Este en concreto fue diseñado por el mismísimo Marcello Gandini, padre del Countach entre otros, para la casa Bertone, iniciando su comercialización como Fiat en 1973 con un motor de 1.300cc, y terminándola ya como Bertone a finales de los 80, con un motor Fiat de 1.500cc proveniente del Ritmo. Su diseño en cuña, su techo targa, su motor central y los múltiples problemas mecánicos que siempre dio, le valieron el mote de Ferrari 154 GTS, refiriéndose el 154 a la mitad de 308, un clásico modelo de Ferrari en esos años. Y razón no les faltaba.

Al volante, siempre y cuando no te quedases con él en la mano y partiendo de la premisa, no siempre cumplida, de que el coche hubiese arrancado, las sensaciones eran maravillosas. Y lo eran no sólo porque el coche frenaba muy poco y su dirección a altos ritmos flotaba más de lo debido, sino también porque los coches clásicos de motor central, y encima italianos, tienen un ambiente lleno de matices que te hacen gozar, como el sonido de la mecánica, el mal ajuste de todo, el olor a aceite, cuero y gasolina, el diseño interior… Cosas que llegaban incluso a hacer olvidar la penuria mecánica sobre la que se iba montado.
















No, no estaba tan limpio como parece...

Por dentro aún hoy siguen destacando su habitabilidad, su ergonomía y la comodidad de los asientos. Es más, teniendo en cuenta sus limitaciones, no es fácil encontrar coches actuales que te inviten a conducir tanto como el X 1/9 (equis-uno-nueve, por cierto).

Lo que yo me llevé a casa, conocido como La Zapatilla, fue una especie de ruina más o menos mecánica que todavía hoy hace que me pregunte cómo demonios llegó hasta París desde Fontainebleau. De 1981, por tanto ya un 1500 Five Speed, mi “coche” disponía de un motor totalmente atorado, con el carburador más sucio de la historia, con cuatro tubos de escape perfectamente podridos, neumáticos de época, asientos descosidos, enorme agujero en el suelo del conductor, múltiples óxidos, etc… y había sido agraciado con un poco convincente repintado en amarillo. El porqué me lo compré, sabiendo todo eso, sigue siendo un misterio dentro de mi mente, archivado en algún lugar insondable de mi cerebro. Corría el mes de Septiembre cuando inicié marcha en dirección mi parking de la Avenue Versailles, en París. Unos 120 kilómetros en los que el coche se mostró como el mejor deportivo jamás fabricado, llamando la atención por todas partes, sonando mejor que ningún otro coche, volando por las carreteras comarcales cercanas a Melun, surcando la autopista con majestuosidad (y mucha incomodidad), levantando pasiones, generando sonrisas y gestos de admiración… y probablemente perdiendo piezas por el camino.
















Llamaba la atención en la calle...

Esa fue la única vez que el coche funcionó. De hecho, ese mismo día salí por la noche a pasearlo por París, con un amigo, y ahí comenzaron los problemas. El coche se calaba solo, el embrague se quedaba hundido hasta el fondo, el arranque no funcionaba cuando debía, y la caja de cambios no parecía estar muy dispuesta a engranar las marchas. Aún así, yo seguía convencido de que aquello era solo una falta de puesta a punto. Al entrar en el garaje se me volvió a calar, viéndome obligado a arrancarlo en pleno patio de manzana, un día de semana y pasadas las 2 de la madrugada, para pesadilla de los vecinos. Y es que el coche hacía mucho, pero mucho ruido. A fin de cuentas el escape eran cuatro colectores saliendo de los cilindros, un silencioso, y cuatro salidas hacia arriba por debajo del paragolpes. Una maravilla.

El coche no volvió a funcionar hasta pasados 4 meses, en los que estuvo metido en el peor taller de París: el garaje Letellier, en la calle del mismo nombre, barrio XV, de donde salió con un escape nuevo, varias piezas diversas cambiadas, un carburador limpio, y mil quinientos euros en gastos. Y funcionó exactamente el trayecto entre el garaje y mi parking, no dejándome la oportunidad de llevarlo a lavar, y teniendo que volver a salir, esta vez en grúa, de camino al taller al día siguiente, donde me recibieron con gritos de júbilo, vítores y algarabías. Ahora fallaba oficialmente la bobina, pero en realidad lo que fallaba era su propia existencia.
















En su estado natural, subido a la grúa.

Y allí estuvo un par de semanas, o tres, o lo que fuese, esperando ser reparado y funcionar de nuevo. Y funcionó, batiendo el record del mundo de fiabilidad cuando definitivamente explotó el motor en la puerta misma del taller. Los niveles de resignación propia alcanzados en aquel momento son aún hoy desconocidos por la humanidad. Yo, que había pasado más de un año buscando un cochecito atractivo, que me había metido en la compra de uno de mis coches soñados, que no había podido disfrutar de aquel cacharro ni amortizar siquiera la plaza de parking que pagaba religiosamente cada mes, que había tenido que renunciar a mis cuatro sonoras salidas de escape, me encontraba en la tesitura de ser propietario de un cadáver automovilístico, con la obligación de venderlo para poder volver a ser persona. ¿Y qué pasó?
















Ya cadáver, a las puertas del taller.

A los pocos días un hombre bastante extraño vino desde el centro del país, acompañado de su anciano padre y cargado con trozos de moqueta vieja y de lonas, a bordo de un camión-grúa para llevárselo. Había logrado vender aquel “coche”, me estaba deshaciendo por fin de “la muerte negra”. Al subirlo en la plataforma el coche crujió, y mucho… creí que se me partiría en dos allí mismo, como si de una peli de Louis de Funes se tratase. Afortunadamente aguantó como un jabato – se ve que los jabatos aguantan mucho – hasta que lo vi marchar por la Porte de Saint Cloud. Y el subidón al realizar la venta fue tal, que incluso pensé en volver a comprar otro y pasar de nuevo por lo mismo para poder volver a sentir un alivio así.

Mi X 1/9 duró, pues, unos 130 kilómetros, y supuso un coste aproximado de 6.000 euros en los 6 meses en los que fui su propietario legal (porque aquello no era ni ser su dueño ni mucho menos su usuario). Aquel coche no fue bueno ni cuando era nuevo, pero me hizo aprender una lección de esas que no se olvidan, y a día de hoy lo echo de menos. Supongo que mi unidad habrá acabado sus días quemado o desguazado, porque no parecía merecer otra cosa. Años mas tarde, volviendo curiosamente de Fontainebleau a bordo de mi MX5, me encontré en Invalides con uno exactamente igual, y por fin pude tomar esta foto de mis dos joyitas afrancesadas juntas. Fue muy emocionante, para qué nos vamos a engañar.
















¿Quién me lo iba a decir?

Permítanme finalizar con otro consejo, esta vez de la mano del gran James May: “nunca se encuentren con sus ídolos de juventud, quédense con las memorias, son sencillamente mejores”. Cuando alguien dice eso tras conducir por fin, tras 20 años de espera, su coche soñado… es porque tiene razón. Yo lo corroboro.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Hotel Vincci Capitol, Madrid: otro más

Hace años, durante unas vacaciones de Semana Santa en Inglaterra, por fin pude conocer el hotel que era mi sueño desde hacia ya tiempo. Diseñado y equipado por Philippe Starck, el Hotel Sanderson se convirtió desde su inauguración en el referente de esa tendencia emergente llamada boutique-hotel, y ahí sigue. Paredes en cuero “capitoné” de tonos brillantes con iluminaciones invisibles. Grandes cortinas pesadas junto con ligeros visillos blancos. Materiales fríos como el plástico transparente, el cristal o el acero, junto con terciopelos y otros tapizados calurosos. Lámparas de lágrimas con moquetas oscuras y luces auxiliares en el suelo, o en sitios insospechados. Y todo ello con alguna pincelada de muebles de diseño clásico, fuese en estilo Luis XV o puro Art-Decó, sin olvidar los dorados o alguna pieza de vanguardia. Mezclas a priori imposibles, como imposible parecía hacer un hotel sobre un edificio de oficinas de una empresa japonesa. Pero el resultado triunfó, y de hecho sigue triunfando.

Pero la democratización de esos diseños trajo consigo una proliferación de hoteles “Sanderson wannabe”, incluso en los lugares más insospechados. Cadenas hoteleras conocidas intentaron incluso apropiarse del estilo y proponerlo como imagen corporativa, como esos Barceló, AC o NH Selección que tanto presumen de sus boutique-hotels recién inaugurados. Encontrarse esas piezas y estilos tanto en Londres como en París, como en Albacete, Oviedo o Tordesillas ha pasado a ser algo habitual, y a la gente le sigue sorprendiendo. Lo siento por todos ellos, a mí ya nada de eso me puede sorprender. De hecho, no me sorprende desde aquellas vacaciones de Semana Santa. Si eso me gusta, nada más.
















El de verdad, Hotel Sanderson.

El pasado fin de semana tenía algunas cosas que hacer en Madrid, y el hotel elegido fue el Vincci Capitol. Todo lo que pueda ser decoración y opiniones propias al respecto ha quedado dicho en los dos primeros párrafos del artículo, pues es perfectamente aplicable, pero lo resumiré con un: “sí, es todo muy bonito, vale”. Creo que he perdido la ilusión por estas cosas, o quizá tanta oferta me la haya hecho perder. Perdón, tanta mala oferta, porque cuando además de ese producto tienes un servicio y unas calidades al nivel de los grandes hoteles palace del mundo, la ilusión vuelve y uno queda maravillado. Cuando el servicio es uno más y el valor añadido se desvaloriza, uno sale de ese hotel con ninguna gana de volver. Y no lo digo porque mi estancia haya sido mala, en absoluto, sino porque con tantas otras opciones, me estimula más conocer un sitio nuevo que volver allí a ver lo que ya conozco y que ni siquiera es original.

Tenía reservadas dos habitaciones dobles de uso individual. Una llamada sirvió para asegurar el ya clásico upgrade a habitaciones de categorías superiores, siendo la mía una de tipo Ejecutivo, nombre que entiendo como convencional, porque lo que es facilidad de trabajo, en esa habitación poca había. La llegada no fue sencilla, ya que inexplicablemente, y pese a ser un hotel recién renovado, no hay un sitio al que aproximarse con el coche. Y quedarse parado en plena Gran Vía madrileña sobre un carril Bus no es nada apetecible. El edificio es de sobras conocido de las calles madrileñas, con su gran luminoso publicitario de Schweppes. Una cuña art-decó forrada en mármol, con formas redondeadas y tonos blancos y negros es, desde luego, algo singular en lo que hacer un hotel singular. Quizá si hubiesen reservado un hueco en la acera de la calle posterior para el acceso, la primera impresión habría sido mejor. Y es que siempre he creído que a los hoteles la gente no suele ir andando, sino como mínimo en taxi. Lo del aparcamiento queda perdonado por la configuración del edificio y la idiosincrasia de Madrid, aunque también resulte molesta su ausencia.
















Las zonas comunes resultan… comunes. Habrá quien se sorprenda y maraville con la recepción o los pasillos. No es mi caso, aunque sí me gustaron sus ascensores panorámicos, así como la escalera. Pero sí hay dos atracciones más que interesantes, además de gratuitas: el solarium y el mirador, situados en las plantas 7 y 9, respectivamente. Las vistas que desde allí se tienen son impresionantes, dominando todo el cielo de Madrid, desde el Palacio Real hasta los nuevos rascacielos tras las torres Kio. En verano, con buena temperatura, ha de ser una gozada aún mayor.































El hotel pone a disposición de los clientes un Spa privado. Y digo privado porque se alquila por horas para un máximo de tres personas. No tuve oportunidad de verlo, pero ya aviso que no hay una piscina de Spa al uso, sino una gran bañera de jacuzzi, además de sauna, duchas de hidromasaje, etc… 60 euros la hora no parece un precio elevado si se comparte, y considerando que se trata de Madrid. Mi experiencia previa en este tipo de Spas no me hace recomendarlo con los ojos cerrados, por lo que seré prudente y no lo haré.
















Pasando a la habitación, como dije la mía era de tipo Ejecutivo. Se supone que ofrece más espacio, y lo cierto es que se veía de una amplitud conveniente. Temo, pues, que las habitaciones Standard sean demasiado pequeñas. En mi habitación, dos camas juntas hacían las veces de una cama king-size, sin conseguirlo. Es algo que nunca entenderé. Los materiales no parecían malos, pero saltaba a la vista que la habitación no había sido verificada por una gobernanta. Tratándose de un 4 estrellas, lo dejas pasar, pero sin olvidarlo. Y es que un visillo mal colgado, la tele algo sacada de su sitio, y otros detalles… están ahí cuando entras, y a mí desde luego me llaman la atención. Imagino que tendré que ir curándome de esa “enfermedad”.
















El cuarto de baño de mi habitación era amplio para una persona, no para dos. Sigo sin entender esa manía por poner un solo lavabo, salvo por el ahorro de espacio, que no es un motivo despreciable. El aseo de la otra habitación era eso, un aseo. Una ducha de buen tamaño, pero nulo espacio para ponerse el albornoz. Una ducha, por cierto, que no aguantó un uso sin perder estanqueidad, dejando que el agua llegase incluso a la habitación. Eso sí, la presión del agua y su temperatura eran perfectas, como debe de ser. Además, todo tipo de complementos estaban disponibles en el baño, incluyendo kits dentales, kleenex, desmaquilladores, etc… Y eso es algo que no todo el mundo da.





















En temas de diseño ya lo he dicho todo. Sobre calidades, lo cierto es que todo se aprecia un tanto “falsete”. Sin embargo, no puedo decir que las habitaciones fuesen incómodas, si reducimos el confort de una habitación a la cama, que es algo que se suele hacer. Las camas eran muy cómodas, faltaría más. Yo sigo siendo fan de las habitaciones enmoquetadas, o al menos con alguna alfombra, pero pese al frío exterior que ya entraba por los ventanales cerrados, la habitación resultaba cálida, sin que esa sensación dependa en exceso de la calefacción propiamente dicha. Un detalle incomprensible es la ausencia de una mesa de escritorio, como sucede en muchos de estos hoteles. Debe ser que estropea la imagen, pero cuando se va con un ordenador o para quedarse varias noches, apetece tenerlo. Además, dado que el wi-fi no funciona en las habitaciones, uno ha de conectarse a Internet mediante un cable de red, pero la toma está tras las butacas, junto a la puerta del cuarto de baño. Imposible, pues, tumbarse en la cama con el ordenador. ¿Qué sentido tiene eso?




















Vista desde la habitación.

La noche pasó correctamente, sin mucha molestia de ruidos de la calle, pese a los grandes ventanales. El desayuno, servido en un comedor contiguo al (muy bonito) bar Reims, me pareció agradable y completo, con un buffet bien surtido y mejor presentado, con productos de una calidad acorde con la categoría del hotel. No puedo hablar del buffet salado, pues no me apetecía nada en aquel momento, pero el dulce era muy honesto. La variedad era destacable considerando el precio de todo.





















Y llegó el momento de salir del hotel. Qué pena… por una puerta cerrada, lo que debería de haber sido una salida tranquila y agradable se convirtió en una molestia, teniendo que dar la vuelta al hotel para sacar las maletas hasta el coche. ¿Botones? Desde luego que el que nos recibió a la llegada no estaba para la salida. Siempre digo que la salida marca mucho las opiniones de los clientes, y en este caso así es. Pero bueno, tampoco es que sea una tragedia.

¿Volver a este hotel? Sinceramente, no. Y no porque ya lo conozco, y con la oferta actual de hoteles atractivos en Madrid, no veo ninguna razón por la que volver. Es bonito y se duerme bien, pero… ¿no es eso precisamente lo que ha de hacer –como mínimo- un hotel?

¿Recomendarlo? Ni sí ni no, sino un “¿por qué no?” Claro, si alguien quiere conocerlo y ver el edificio, que vaya. No va a encontrar nada que no encuentre en otros hoteles del mismo tipo y categoría, que generalmente tienen el mismo precio, pero tampoco se va a sentir mal atendido o incómodo, y desde luego que si no se tiene mucha experiencia con estos diseños, el hotel resulta espectacular. Yo, para la próxima, me buscaré otro sitio, y luego escribiré algo en algún blog.

Hotel Vincci Capitol, en plena Gran Vía y desde unos 130 euros por habitación. Uno más.
 
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