viernes, 28 de diciembre de 2007

Me gusta conducir I

Vengo de hacer realidad dos deseos fundamentales. El primero es quitar el volumen de la maldita televisión y así poder concentrarme en escribir algo. El segundo, en realidad, lo hice el otro día. Como de casualidad. Un día estás tranquilamente (es un decir) en tal sitio con tal gente, y te encuentras con tal chica. Al día siguiente, tomando el vermouth con aquella gente te vuelves a encontrar con esa chica, esta vez acompañada de otro con más ganas que tú por ir a hacer algo con los coches. Y se lía.

Se lía de forma que bastan cuatro mensajes cruzados por el móvil para acabar saliendo dirección Cangas de Onís, Asturias, con varios objetivos, entre los que está sencillamente gastar gasolina y ruedas. Conducir por conducir, pero no de cualquier forma, sino como realmente se disfruta de la conducción: 12 kilómetros de brutal subida, plagados de virajes, un frío de impresión en el exterior, y coches sin capota. Y los trayectos correspondientes hasta el lugar, evidentemente.


Con capota, pero sólo lo que tarda en secar tras el lavado.

Mucha gente considera que son amantes de la conducción, y presumen de ello. Mentira. Lo que la mayoría de ellos hacen es ir de un lado a otro y, eventualmente, disfrutar con el desplazamiento. La verdadera conducción de placer consiste en acelerar, hacer culear el coche en cada curva, a ser posible con el cielo por techo y sin ningún motivo concreto que no sea el disfrute. El disfrute de la máquina, del paisaje, y de esas carreteras que nunca nadie reconoce como verdaderas obras maestras de lo que mejor sabe hacer el hombre: buscar un objetivo, y hacerlo de la forma más difícil posible.

¿Qué sentido tiene el puente de Millau? Podría haberse hecho más bajo, más normal. Y sin embargo ahí está. ¿Qué sentido tiene una carretera que va a unos lagos perdidos en medio de la montaña, donde nunca nadie vivió? Hacernos disfrutar, sea en bicicleta, sea andando, o sea haciendo ruido sobre cuatro ruedas. Con eso ya es suficiente, y no es poco.


Millau.

El ir de Oviedo a Cangas de Onís es un trayecto “a la antigua”. Si bien hay un buen trecho de autopista, pronto se circula por una carretera nacional que no cesa de atravesar pueblos, uno tras otro. Los adelantamientos se suceden, especialmente a aquellos extraños conductores que circulan de forma constante a 79 km/h, independientemente de la limitación de la vía en cada momento. Cuarta a tercera, acelerador a fondo, motor hasta las 7.000 vueltas, cuarta, regreso al carril, y quinta rápidamente para “bajar el volumen” un poco y así continuar hasta el siguiente “estorbo”. Resulta curioso ver, además, los adelantamientos forzados en línea continua que sigue haciendo la gente, aunque estén a menos de dos kilómetros de su destino. Pero esto no es disfrutar de la conducción, no nos engañemos, y de ahí que considere como estorbos a la mayoría de los demás usuarios de la vía. En realidad, ninguna vía con usuarios dará jamás el gusto supremo de un puerto de montaña vacío. Y si se pudiese, iría hasta allí por autopista. Todo lo cual no quita para que sienta excitación en un buen adelantamiento ultra-rápido, y más si el coche es potente y hace música por ruido.

De cualquier forma, como bien decía Javier Krahe, “no todo va a ser follar”. La gran maravilla de estas salidas clandestinas consiste en el conjunto de la experiencia, que incluye una charla amena en un bar, comer en algún sitio interesante (lo sea por el motivo que sea en cada caso), pedir un chocolate en el bar a la vuelta… todo.


O recibir la bendición antes de darle zapato.

Así, tras haber comido amigablemente rodeados de la gran familia dominguera de todo-terreno aparcado a la puerta, mesa para los “chavales”, pantalones de fin de semana con bolsillos laterales modelo “aventura”, etc… nos dirigimos hacia nuestra carretera. El trayecto es sencillo, sobre todo cuando delante circula alguien que se lo conoce al dedillo. Pronto nos acercamos a la Basílica y, tras las fotos de rigor, damos media vuelta para encarar la subida. Al principio, zona más bien boscosa, conviene tantear el suelo. La temperatura exterior es baja, la carretera es sombría, y estamos a finales de diciembre. Podría haber hielo, pero no lo hay. Bien.

Durante toda la subida sólo adelantaremos a dos coches. El primero, un todo-terreno más, se lo ve venir y se echa ligeramente a un lado en cuanto hay oportunidad. Gracias. La compenetración entre los dos pilotos es perfecta sin necesidad de palabras. Sabemos a lo que vamos, sabemos cómo hacerlo, ambos conocemos el puerto y ninguno tiene nada que demostrarle al otro con maniobras estúpidas. El siguiente coche en caer, portugués, tampoco tiene reparos en apartarse. Podría novelar el relato contando que, en el adelantamiento, el conductor baja la ventanilla para sentir el rugir de nuestros motores, pero quedaría demasiado tópico y, sobre todo, demasiado cursi. Lo que haga ese conductor me trae sin cuidado. Allí estamos para disfrutar nosotros dos con nuestros coches, independientemente de la audiencia. Si ellos también disfrutan, de nada.


Horrible plano, por cierto.


El tramo conocido como “La Huesera” se acerca. Es una zona prácticamente recta sin mucho barranco a la derecha, con el lateral izquierdo protegido por la montaña. La ocasión es ideal para acelerar aún más, exprimiendo la mecánica al máximo. Ojo, rápidamente llega un giro pronunciado a la derecha tras el que entramos en una de las zonas más espectaculares de la subida, plagada de revueltas verticales, muretes separando del vacío, contra-soles cegadores, zonas sombrías con riesgo de hielo, y una considerable elevación hasta casi llegar a la cima. Y ahí está el primero de los lagos, el Enol.

La parada para las fotos es obligatoria. ¿Difícil sin walkie? En absoluto. Un toque de largas y el warning sirven para hacer comprender al compañero que hay algo por lo que merece la pena parar. Y vaya si lo merece. Lo merece de tal forma que el resto del escasísimo tráfico puede y debe esperar a que terminemos las fotos. A fin de cuentas, la prisa allí no existe. Lo que existe es una vista impresionante.


Eso mismo.

El frío va en aumento, y tras la ligera bajada viramos a la derecha para continuar subiendo. Objetivo: el lago de La Ercina y el paisaje nevado de los Picos de Europa. La carretera ya ha dejado de ser una cinta de asfalto en buen estado y se convierte poco a poco en una sucesión de parches que desembocan en un aparcamiento afortunadamente sin asfaltar. Es pertinente hacer una sesión fotográfica arriba, pero el frío no deja pensar y sólo hay ganas de abrir el capó y colocar las manos sobre el bloque del motor. Está caliente, buena señal. Como es buena señal que las ruedas estén calientes, como es buena señal que los frenos no lo estén. Y es que les espera una bajada considerable. Una bajada en la que de poco sirve retener con el freno motor. En segunda velocidad, el coche se embala sin piedad alguna en cuanto soltamos el freno. No pasa nada, es buena señal. Significa que acabamos de subir por uno de los mejores puertos de Europa y, por tanto, del mundo.


Iniciando la bajada.

¿Correr? No hay motivo alguno para correr bajando. Vale más ir parando en ciertos sitios, disfrutar del paisaje que no hemos visto a penas en la subida, charlar, hacer más fotos, y seguir nuestro camino de nuevo hacia la Basílica.

Me gusta conducir. Sí, lo puedo decir con total confianza en mí mismo. Estas son las cosas que te hacen disfrutar de la conducción, y aunque mi coche para muchos sea un vehículo modesto, y para algunos sea una “mariconada”, yo me río en su cara porque sé de lo que es capaz. Y lo que proporciona no lo hace ninguna medianía de vehículo compacto racional que tanto se estila, aunque pueda ir más rápido. Afortunadamente a esos siempre les quedará el tuning y los “ajusticiamientos” en las vías de acceso a los centros comerciales. De hecho, el ataque de risa todavía me dura desde que, de vuelta a casa plenamente satisfecho, fui adelantado de forma absurda y condescendiente por un Opel Mierda GSI a la salida de una de esas rotondas urbanas. Angelito…


Amigo, corre por el centro comercial... yo vengo de ver esto.

Aparco el coche en su plaza de garaje y lo miro. No soy de los que hablan a sus coches, la verdad. Se ha portado como debía de portarse. Es un buen roadster.

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