domingo, 16 de diciembre de 2007

La Zapatilla II

Dejando de lado la desgracia absoluta que supuso en mí la posesión de aquel cacharro, lo cierto es que no todo fue tan negro. Y no hablo de la experiencia global, cuya lección es de las de no olvidar, además de bastante útil a día de hoy cuando se me presentan ocasiones de hacerme con otro coche viejo. Tampoco hablo del mayor subidón de mi vida: el día que vi cómo se lo llevaba aquel chalado subido en la grúa (el estado natural de aquel coche) tras darme a cambio una sustanciosa cantidad de dinero.

El X 1/9 lo cierto es que tuvo momentos gloriosos. Concretamente tres, que podrían ser muy pocos para los seis meses que lo tuve, pero que se corresponden con cada vez que lo utilicé. Y pocos coches hay que te den esas satisfacciones a cada uso.


Porsche 911 GT3, seguro que es uno de esos.

El primero de ellos sucedió el día de la compra. La antigua dueña vivía en una casa de campo, alejada de Melun, en el Sur de París, cerca de Fontainebleau. Una carretera de campiña, con curvas y mucha vegetación a los lados; una tarde de verano; un coche sin techo con un olor maravilloso, mezcla de aceite, mala combustión, cuero viejo, y ese toque de “avería” que tienen todos los coches antiguos, especialmente los italianos. El hombre y la máquina en perfecta armonía, que dirían los cursis, aunque no les faltaría razón, ya que había que estar algo desequilibrado para sentirse en armonía con semejante artefacto, y yo acababa de comprarlo… evidentemente, algo desequilibrado tenía que estar.

Ese primer paseo, solo, a bordo de uno de mis coches favoritos de todos los tiempos, mío, sintiendo la conducción, escuchando las cuatro salidas de escape atronando al pasar entre las casas… Y la primera parada en la gasolinera, lleno absoluto de Super. Un par de rotondas y dirección a la autopista camino de París. En el peaje, una primera comprobación de las simpatías que despierta el coche. Saludos de aprobación y admiración entre quienes me adelantan, pues el coche no permite ir a más de 100 por hora, so pena de perder apoyo en las ruedas delanteras y quedarse sin dirección. Llegar a París, aparcar por fin en ese parking que llevaba casi un mes esperando por su ocupante. Quedar con un amigo, pasar a buscarle. Subir los Campos Eliseos, cambio de sentido en el Arco del Triunfo, la gente te cede el paso, bajar los Campos Eliseos majestuosamente… Perdón, me he dejado llevar. Lo cierto es que ese momento de gloria sólo duró hasta el parking. Una vez allí se caló por primera vez. Llegar hasta el Hotel de Crillon para recoger a mi amigo fue un calvario. La subida de los Campos Eliseos y el rond-point no estuvo mal, pero en la bajada el coche se caló constantemente. Recordé lo que me había anunciado otro amigo: “ya verás los atascos en los Campos Eliseos cuando explote el motor…” Casi casi.


Y con tráfico de fin de semana, imposible hacerlo mejor.

El segundo momento de gloria del Fiat tuvo lugar unos pocos días más tarde, cuando inicié la búsqueda de un taller en el que me pusiesen a punto el coche (inocente de mí, pensé que era lo único que necesitaba). Volvía de la concesión Fiat de Boulogne, en la que la recepcionista, tras decirle yo tener un X 1/9 del 82 me respondió con un “¿pero es un Punto o un Stilo?” Uno se queda en blanco ante semejante retraso mental. El caso es que hubo que parar en un semáforo previo a la Porte de Saint Cloud, que es una gran glorieta con varios carriles, un puente que cruza el boulevard Periférico y pasa junto al estadio del Parque de los Príncipes, y otra gran glorieta ya dentro de París.

Parado en el primer semáforo, un “chavalete” se sitúa en el carril contiguo con el compacto de moda. Cruce de miradas, disposición a pique. Lo cierto es que no soy partidario de las carreritas y demostraciones de potencia, pero… ¿qué coño? El semáforo se va a poner en verde, introduzco segunda, me olvido del embrague, hundo medio gas… motor a alto régimen, última mirada, semáforo abierto, levanto embrague y el coche sale disparado entre una nube de aceite, vapor, gases varios y algún que otro tornillo. El compacto de gasoil y probablemente segunda mano, con conductor patético de gorra hacia atrás y chándal blanco, ha sido humillado por un Ferrari 154 GTS. Y yo voy a bordo del Ferrari. Normal que a duras penas llegase hasta el garaje… Que me quiten lo bailao, pienso entre risas, esperando que nadie me haya reconocido.


Allí iba yo, a morir...

Volviendo a la normalidad, relativamente, meses más tarde vuelví al taller para recoger mi coche, ya equipado de un nuevo escape, un carburador limpio y piezas diversas. Y es aquí cuando llegó el tercer y último momento glorioso de mi vida a bordo del X 1/9, que no es nada más (ni nada menos) que el paseo que me di atravesando el boulevard de Grenelle, cruzando el puente de Bir-Hakeim dejando atrás a mi derecha a la Torre Eiffel, enfocando la Avenida Versailles, dando un rodeo para no llegar a casa nunca, y aparcando el coche con la normalidad que tanto había soñado. Por fin tenía un coche que hacía cosas de coche, como arrancar, girar, frenar, no calarse, etc… Poco duró. Al día siguiente no arrancó, y no lo volvería a hacer hasta un par de meses después, para explotar el motor al instante. Pero aquel paseo es algo que no se olvida, como no se olvida al primer Ferrari.

Sonará presuntuoso, pero aquel coche compartía algo más que piezas y diseñador con algún Ferrari de la época. Además de una fiabilidad ridícula, fundamentalmente tenía en común con los Ferrari, especialmente con aquellos que se compran con esfuerzo y por admiración, no como objeto de lujo, esa capacidad de… de ilusionar. De hacerte sentir como si tuvieses 7 años y estuvieses de rodillas sobre la alfombra, jugando con tu cochecito miniatura. Lo cierto es que lo echo de menos. Bueno, sólo un poquito…

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