viernes, 28 de diciembre de 2007

Me gusta conducir II, Honda S2000

Cuando hay confianza, sucede que al terminar la bajada del puerto de los Lagos de Covadonga, se para en un pequeño aparcamiento y se intercambian los coches. Eso es bueno, como bueno es lo que a continuación intentaré hacer: desmontar el mito. Permítanme que describa a continuación una prueba de un coche de forma directa. Creo que es lo menos que se merece el Honda S2000. ¿Y qué es el S2000? Par quien no esté al corriente, es el segundo deportivo verdadero que fabrica Honda en veinte años. Porque todo lo demás han sido y son versiones más o menos acertadas de coches populares, y ese no es el camino. Estamos, pues, hablando de un producto sin compromisos, diseñado y construido para decirle al mundo “nosotros lo hacemos así”. Afortunadamente.


Intemporal.

La primera sensación es de calidad, de coche grande y bueno. Y no por los acabados de las puertas o de ciertos mandos, o del túnel central, todo bastante sobrio, sino por el tacto de los asientos y del cuero. Algo tienen los grandes Mercedes, BMW o Porsche en el cuero, con ese brillo y esa solidez de todo, que te crea unas referencias. El S2000 las cumple.

La postura al volante es especial, con los brazos muy estirados, al igual que las piernas. Todo, absolutamente todo, queda a mano. Admito que esa posición puede llegar a cansar, pero mentiría si dijese que prefiero la de un Mercedes SLK, por ejemplo. Son cosas diferentes, no equiparables. Desde el volante se alcanzan a la perfección los mandos de la climatización y del equipo de audio. Eso es bueno, muy bueno, como buenos son precisamente esos mandos con ajustes milimétricos, que te permiten seleccionar correctamente la temperatura y la intensidad del aire sin quitar la vista de la carretera.


Cuadro de mandos, sólo para el conductor.

Si por algo destaca el S2000 es por su caja de cambios. A priori, acostumbrado a la excelente caja del MX5, se hace un poco “suave”. Qué le voy a hacer, siempre me han gustado las cajas duras, rugosas y sonoras. Pero claro, negarse ante la evidencia no es fácil, y si bien el tacto inicial de punto muerto a primera es un poco engañoso, lo cierto es que en marcha los movimientos son tan sumamente cortos que los cambios se suceden a un ritmo impresionante, hasta el punto de tener que concentrarse en saber en qué marcha se circula cuando no se conoce bien el coche. Y digo esto porque, una vez conocido, de nada sirve saber la marcha precisa en la que circulamos. ¿Por qué? Porque el mito que rodea a este coche es sencillamente falso. Uno va en la marcha en la que vaya, y los números dejan de existir.

Arranco el coche mediante el botón situado a la izquierda del volante. Rojo, como deben de ser todos los botones importantes. Es un buen botón. La salida es sencilla, aunque curiosamente después lograse calarlo dos veces seguidas en otra parada. El único secreto en la conducción es no acelerarlo en exceso en las curvas. No hay otra. Ya en marcha, la cercanía de un túnel me pone en alerta. Mi amigo acelera en vacío mi coche, con un resultado modesto pero agradable. Yo hago lo propio con el S2000. ¿Siete mil vueltas? Chorradas, lo subo hasta pasadas las nueve mil, el Do de pecho. Ovación. Y continuamos con la ruta.



En marcha el coche se muestra como lo que es: un deportivo auténtico con una buena cifra de potencia, unos 240 caballos. La dirección es extremadamente directa, el coche va sobre raíles y no cabecea en ningún momento. La frenada es… como uno se espera: buena. De cualquier forma, la ruta no obliga a grandes frenadas y yo no soy un conductor de destrozar los frenos. Los adelantamientos se hacen obligatorios, y se basan en un juego de tercera y cuarta velocidad. En realidad, en toda la ruta no siento necesidad de pasar a quinta, y todo por culpa del falso mito que rodea al coche. Vamos con ello.

De siempre se ha dicho que el S2000 tiene un motor demasiado puntiagudo. Es decir, que exige llevarlo siempre alto de vueltas para que podamos disponer de la potencia necesaria. Es cierto, las cosas como son, pero quienes aseguran eso, y quienes consideran que no es un coche fácil de exprimir debido a ese motor que tiene, o nunca lo han conducido, o comenten un error de bulto. El error de mirar el cuentarrevoluciones como si se tratase de un coche normal, de esos que se llevan en carretera de forma natural entre las 2.500 y las 4.000 vueltas, dejando los picos para momentos excepcionales. Así, con esa visión limitada y condicionada por la experiencia previa, es normal que pensemos que un coche que sube hasta las 9.000 rpm exige concentración para llevarlo siempre alto. Nada más lejos de la realidad.


Las revoluciones... ni la Francesa. Omitan la velocidad.

Si en el cuentarrevoluciones del S2000 cambiásemos la escala por una falsa, nunca se dirían esos tópicos. Si en lugar de ir las cifras de mil en mil, fuesen de quinientos en quinientos, creeríamos estar ante un motor de muchos más cilindros, de esos capaces de circular por ciudad a menos de mil vueltas sin ningún tirón. Porque el S2000 circula a bajo régimen como cualquier coche, pese a quien le pese.

La realidad es que, en carretera, circulamos con total normalidad con el motor a mitad de régimen de funcionamiento: a 4.500 vueltas. No hay quejidos, ruidos extraños, o necesidad de meter una marcha más y “bajar el volumen”. En absoluto. 4.500 son realmente 2.200 de cualquier otro tetra-cilíndrico, y la subida de vueltas hasta el corte es tan homogénea y tan rápida que, en realidad, no existe esa sensación esperada de motor eterno que nunca deja de subir de vueltas. Y no existe hasta el punto de que, en segunda, resulta muy sencillo “terminarse el motor”.


Es más que bonito. Tanto como la foto, que ya van dos veces que la pongo...

Así, desmontamos esa creencia popular de coche complicado. Y, sin embargo, confirmamos la realidad del S2000 en cuanto a su manejo “bipolar”: de la misma forma que circulando despacio podemos manejar el motor como en un coche “normal”, cambiando de marcha antes de las cuatro mil revoluciones por minuto y no obteniendo, por tanto, demasiada potencia del motor, también podemos circular a toda velocidad sin mayor dificultad que la que pone la propia configuración del coche en sí, con su tracción trasera y la ausencia de controles electrónicos. Tan sólo conviene cambiarnos el chip del cuentarrevoluciones y guiarnos no por los números de éste, sino por su indicador digital. Así de sencillo.

La ruta se termina. No conozco la carretera, y de noche prefiero no apurar en exceso los adelantamientos, lo que me lleva a abortar uno doble y preferir meterme entre el coche que acabo de sobrepasar y la furgoneta que le precede. Eso parece no sentarle nada bien al conductor del coche, que me premia con luces, bocina y aspavientos con las manos. Sigo pensando que mejor llevaba las manos en el volante y se concentraba en lo que viene por detrás… o quizá es que le he despertado con el ruido del escape, que podría ser. De todas formas, no pasan 10 segundos hasta que veo un nuevo hueco y salgo disparado a adelantar a la furgoneta. Vertiginoso adelantamiento, y de la misma forma que lo hago en tercera, sé que podría hacerlo saliendo desde cuarta. Otra vez desmontamos ese mito, según el cual este coche no tiene motor por debajo de las 5.000 rpm. Todo mentira, y más si quien lo dice conduce “deportivamente” un compacto diesel de menor potencia (aunque le duela).



Al llegar de vuelta a Cangas de Onís, me doy cuenta de lo mucho y bien que anda el Honda, y de lo mucho que anda también mi coche. Y es que cuando lo ves desde detrás, y encima desde un coche con más del doble de potencia, la sensación es diferente, se le ve rápido y ágil. ¿Se me verá así a mí? La verdad, no me importa. Buscando aparcamiento decido llevarlo en primera, aunque sólo sea por el ruido. No hay tirones, no hay borbotones extraños, y el tamaño compacto del coche hace muy sencilla la circulación. Aparco y pongo la capota. Me ha gustado, y mucho.

Y dicho lo cual, me quiero comprar un Porsche Boxster. Buenas tardes y hasta el año que viene.

Me gusta conducir I

Vengo de hacer realidad dos deseos fundamentales. El primero es quitar el volumen de la maldita televisión y así poder concentrarme en escribir algo. El segundo, en realidad, lo hice el otro día. Como de casualidad. Un día estás tranquilamente (es un decir) en tal sitio con tal gente, y te encuentras con tal chica. Al día siguiente, tomando el vermouth con aquella gente te vuelves a encontrar con esa chica, esta vez acompañada de otro con más ganas que tú por ir a hacer algo con los coches. Y se lía.

Se lía de forma que bastan cuatro mensajes cruzados por el móvil para acabar saliendo dirección Cangas de Onís, Asturias, con varios objetivos, entre los que está sencillamente gastar gasolina y ruedas. Conducir por conducir, pero no de cualquier forma, sino como realmente se disfruta de la conducción: 12 kilómetros de brutal subida, plagados de virajes, un frío de impresión en el exterior, y coches sin capota. Y los trayectos correspondientes hasta el lugar, evidentemente.


Con capota, pero sólo lo que tarda en secar tras el lavado.

Mucha gente considera que son amantes de la conducción, y presumen de ello. Mentira. Lo que la mayoría de ellos hacen es ir de un lado a otro y, eventualmente, disfrutar con el desplazamiento. La verdadera conducción de placer consiste en acelerar, hacer culear el coche en cada curva, a ser posible con el cielo por techo y sin ningún motivo concreto que no sea el disfrute. El disfrute de la máquina, del paisaje, y de esas carreteras que nunca nadie reconoce como verdaderas obras maestras de lo que mejor sabe hacer el hombre: buscar un objetivo, y hacerlo de la forma más difícil posible.

¿Qué sentido tiene el puente de Millau? Podría haberse hecho más bajo, más normal. Y sin embargo ahí está. ¿Qué sentido tiene una carretera que va a unos lagos perdidos en medio de la montaña, donde nunca nadie vivió? Hacernos disfrutar, sea en bicicleta, sea andando, o sea haciendo ruido sobre cuatro ruedas. Con eso ya es suficiente, y no es poco.


Millau.

El ir de Oviedo a Cangas de Onís es un trayecto “a la antigua”. Si bien hay un buen trecho de autopista, pronto se circula por una carretera nacional que no cesa de atravesar pueblos, uno tras otro. Los adelantamientos se suceden, especialmente a aquellos extraños conductores que circulan de forma constante a 79 km/h, independientemente de la limitación de la vía en cada momento. Cuarta a tercera, acelerador a fondo, motor hasta las 7.000 vueltas, cuarta, regreso al carril, y quinta rápidamente para “bajar el volumen” un poco y así continuar hasta el siguiente “estorbo”. Resulta curioso ver, además, los adelantamientos forzados en línea continua que sigue haciendo la gente, aunque estén a menos de dos kilómetros de su destino. Pero esto no es disfrutar de la conducción, no nos engañemos, y de ahí que considere como estorbos a la mayoría de los demás usuarios de la vía. En realidad, ninguna vía con usuarios dará jamás el gusto supremo de un puerto de montaña vacío. Y si se pudiese, iría hasta allí por autopista. Todo lo cual no quita para que sienta excitación en un buen adelantamiento ultra-rápido, y más si el coche es potente y hace música por ruido.

De cualquier forma, como bien decía Javier Krahe, “no todo va a ser follar”. La gran maravilla de estas salidas clandestinas consiste en el conjunto de la experiencia, que incluye una charla amena en un bar, comer en algún sitio interesante (lo sea por el motivo que sea en cada caso), pedir un chocolate en el bar a la vuelta… todo.


O recibir la bendición antes de darle zapato.

Así, tras haber comido amigablemente rodeados de la gran familia dominguera de todo-terreno aparcado a la puerta, mesa para los “chavales”, pantalones de fin de semana con bolsillos laterales modelo “aventura”, etc… nos dirigimos hacia nuestra carretera. El trayecto es sencillo, sobre todo cuando delante circula alguien que se lo conoce al dedillo. Pronto nos acercamos a la Basílica y, tras las fotos de rigor, damos media vuelta para encarar la subida. Al principio, zona más bien boscosa, conviene tantear el suelo. La temperatura exterior es baja, la carretera es sombría, y estamos a finales de diciembre. Podría haber hielo, pero no lo hay. Bien.

Durante toda la subida sólo adelantaremos a dos coches. El primero, un todo-terreno más, se lo ve venir y se echa ligeramente a un lado en cuanto hay oportunidad. Gracias. La compenetración entre los dos pilotos es perfecta sin necesidad de palabras. Sabemos a lo que vamos, sabemos cómo hacerlo, ambos conocemos el puerto y ninguno tiene nada que demostrarle al otro con maniobras estúpidas. El siguiente coche en caer, portugués, tampoco tiene reparos en apartarse. Podría novelar el relato contando que, en el adelantamiento, el conductor baja la ventanilla para sentir el rugir de nuestros motores, pero quedaría demasiado tópico y, sobre todo, demasiado cursi. Lo que haga ese conductor me trae sin cuidado. Allí estamos para disfrutar nosotros dos con nuestros coches, independientemente de la audiencia. Si ellos también disfrutan, de nada.


Horrible plano, por cierto.


El tramo conocido como “La Huesera” se acerca. Es una zona prácticamente recta sin mucho barranco a la derecha, con el lateral izquierdo protegido por la montaña. La ocasión es ideal para acelerar aún más, exprimiendo la mecánica al máximo. Ojo, rápidamente llega un giro pronunciado a la derecha tras el que entramos en una de las zonas más espectaculares de la subida, plagada de revueltas verticales, muretes separando del vacío, contra-soles cegadores, zonas sombrías con riesgo de hielo, y una considerable elevación hasta casi llegar a la cima. Y ahí está el primero de los lagos, el Enol.

La parada para las fotos es obligatoria. ¿Difícil sin walkie? En absoluto. Un toque de largas y el warning sirven para hacer comprender al compañero que hay algo por lo que merece la pena parar. Y vaya si lo merece. Lo merece de tal forma que el resto del escasísimo tráfico puede y debe esperar a que terminemos las fotos. A fin de cuentas, la prisa allí no existe. Lo que existe es una vista impresionante.


Eso mismo.

El frío va en aumento, y tras la ligera bajada viramos a la derecha para continuar subiendo. Objetivo: el lago de La Ercina y el paisaje nevado de los Picos de Europa. La carretera ya ha dejado de ser una cinta de asfalto en buen estado y se convierte poco a poco en una sucesión de parches que desembocan en un aparcamiento afortunadamente sin asfaltar. Es pertinente hacer una sesión fotográfica arriba, pero el frío no deja pensar y sólo hay ganas de abrir el capó y colocar las manos sobre el bloque del motor. Está caliente, buena señal. Como es buena señal que las ruedas estén calientes, como es buena señal que los frenos no lo estén. Y es que les espera una bajada considerable. Una bajada en la que de poco sirve retener con el freno motor. En segunda velocidad, el coche se embala sin piedad alguna en cuanto soltamos el freno. No pasa nada, es buena señal. Significa que acabamos de subir por uno de los mejores puertos de Europa y, por tanto, del mundo.


Iniciando la bajada.

¿Correr? No hay motivo alguno para correr bajando. Vale más ir parando en ciertos sitios, disfrutar del paisaje que no hemos visto a penas en la subida, charlar, hacer más fotos, y seguir nuestro camino de nuevo hacia la Basílica.

Me gusta conducir. Sí, lo puedo decir con total confianza en mí mismo. Estas son las cosas que te hacen disfrutar de la conducción, y aunque mi coche para muchos sea un vehículo modesto, y para algunos sea una “mariconada”, yo me río en su cara porque sé de lo que es capaz. Y lo que proporciona no lo hace ninguna medianía de vehículo compacto racional que tanto se estila, aunque pueda ir más rápido. Afortunadamente a esos siempre les quedará el tuning y los “ajusticiamientos” en las vías de acceso a los centros comerciales. De hecho, el ataque de risa todavía me dura desde que, de vuelta a casa plenamente satisfecho, fui adelantado de forma absurda y condescendiente por un Opel Mierda GSI a la salida de una de esas rotondas urbanas. Angelito…


Amigo, corre por el centro comercial... yo vengo de ver esto.

Aparco el coche en su plaza de garaje y lo miro. No soy de los que hablan a sus coches, la verdad. Se ha portado como debía de portarse. Es un buen roadster.

domingo, 16 de diciembre de 2007

La Zapatilla II

Dejando de lado la desgracia absoluta que supuso en mí la posesión de aquel cacharro, lo cierto es que no todo fue tan negro. Y no hablo de la experiencia global, cuya lección es de las de no olvidar, además de bastante útil a día de hoy cuando se me presentan ocasiones de hacerme con otro coche viejo. Tampoco hablo del mayor subidón de mi vida: el día que vi cómo se lo llevaba aquel chalado subido en la grúa (el estado natural de aquel coche) tras darme a cambio una sustanciosa cantidad de dinero.

El X 1/9 lo cierto es que tuvo momentos gloriosos. Concretamente tres, que podrían ser muy pocos para los seis meses que lo tuve, pero que se corresponden con cada vez que lo utilicé. Y pocos coches hay que te den esas satisfacciones a cada uso.


Porsche 911 GT3, seguro que es uno de esos.

El primero de ellos sucedió el día de la compra. La antigua dueña vivía en una casa de campo, alejada de Melun, en el Sur de París, cerca de Fontainebleau. Una carretera de campiña, con curvas y mucha vegetación a los lados; una tarde de verano; un coche sin techo con un olor maravilloso, mezcla de aceite, mala combustión, cuero viejo, y ese toque de “avería” que tienen todos los coches antiguos, especialmente los italianos. El hombre y la máquina en perfecta armonía, que dirían los cursis, aunque no les faltaría razón, ya que había que estar algo desequilibrado para sentirse en armonía con semejante artefacto, y yo acababa de comprarlo… evidentemente, algo desequilibrado tenía que estar.

Ese primer paseo, solo, a bordo de uno de mis coches favoritos de todos los tiempos, mío, sintiendo la conducción, escuchando las cuatro salidas de escape atronando al pasar entre las casas… Y la primera parada en la gasolinera, lleno absoluto de Super. Un par de rotondas y dirección a la autopista camino de París. En el peaje, una primera comprobación de las simpatías que despierta el coche. Saludos de aprobación y admiración entre quienes me adelantan, pues el coche no permite ir a más de 100 por hora, so pena de perder apoyo en las ruedas delanteras y quedarse sin dirección. Llegar a París, aparcar por fin en ese parking que llevaba casi un mes esperando por su ocupante. Quedar con un amigo, pasar a buscarle. Subir los Campos Eliseos, cambio de sentido en el Arco del Triunfo, la gente te cede el paso, bajar los Campos Eliseos majestuosamente… Perdón, me he dejado llevar. Lo cierto es que ese momento de gloria sólo duró hasta el parking. Una vez allí se caló por primera vez. Llegar hasta el Hotel de Crillon para recoger a mi amigo fue un calvario. La subida de los Campos Eliseos y el rond-point no estuvo mal, pero en la bajada el coche se caló constantemente. Recordé lo que me había anunciado otro amigo: “ya verás los atascos en los Campos Eliseos cuando explote el motor…” Casi casi.


Y con tráfico de fin de semana, imposible hacerlo mejor.

El segundo momento de gloria del Fiat tuvo lugar unos pocos días más tarde, cuando inicié la búsqueda de un taller en el que me pusiesen a punto el coche (inocente de mí, pensé que era lo único que necesitaba). Volvía de la concesión Fiat de Boulogne, en la que la recepcionista, tras decirle yo tener un X 1/9 del 82 me respondió con un “¿pero es un Punto o un Stilo?” Uno se queda en blanco ante semejante retraso mental. El caso es que hubo que parar en un semáforo previo a la Porte de Saint Cloud, que es una gran glorieta con varios carriles, un puente que cruza el boulevard Periférico y pasa junto al estadio del Parque de los Príncipes, y otra gran glorieta ya dentro de París.

Parado en el primer semáforo, un “chavalete” se sitúa en el carril contiguo con el compacto de moda. Cruce de miradas, disposición a pique. Lo cierto es que no soy partidario de las carreritas y demostraciones de potencia, pero… ¿qué coño? El semáforo se va a poner en verde, introduzco segunda, me olvido del embrague, hundo medio gas… motor a alto régimen, última mirada, semáforo abierto, levanto embrague y el coche sale disparado entre una nube de aceite, vapor, gases varios y algún que otro tornillo. El compacto de gasoil y probablemente segunda mano, con conductor patético de gorra hacia atrás y chándal blanco, ha sido humillado por un Ferrari 154 GTS. Y yo voy a bordo del Ferrari. Normal que a duras penas llegase hasta el garaje… Que me quiten lo bailao, pienso entre risas, esperando que nadie me haya reconocido.


Allí iba yo, a morir...

Volviendo a la normalidad, relativamente, meses más tarde vuelví al taller para recoger mi coche, ya equipado de un nuevo escape, un carburador limpio y piezas diversas. Y es aquí cuando llegó el tercer y último momento glorioso de mi vida a bordo del X 1/9, que no es nada más (ni nada menos) que el paseo que me di atravesando el boulevard de Grenelle, cruzando el puente de Bir-Hakeim dejando atrás a mi derecha a la Torre Eiffel, enfocando la Avenida Versailles, dando un rodeo para no llegar a casa nunca, y aparcando el coche con la normalidad que tanto había soñado. Por fin tenía un coche que hacía cosas de coche, como arrancar, girar, frenar, no calarse, etc… Poco duró. Al día siguiente no arrancó, y no lo volvería a hacer hasta un par de meses después, para explotar el motor al instante. Pero aquel paseo es algo que no se olvida, como no se olvida al primer Ferrari.

Sonará presuntuoso, pero aquel coche compartía algo más que piezas y diseñador con algún Ferrari de la época. Además de una fiabilidad ridícula, fundamentalmente tenía en común con los Ferrari, especialmente con aquellos que se compran con esfuerzo y por admiración, no como objeto de lujo, esa capacidad de… de ilusionar. De hacerte sentir como si tuvieses 7 años y estuvieses de rodillas sobre la alfombra, jugando con tu cochecito miniatura. Lo cierto es que lo echo de menos. Bueno, sólo un poquito…

lunes, 10 de diciembre de 2007

Vin de Paille

El despacho del Jefe de Recepción, actualmente Director de Alojamientos, de un conocidísimo hotel de lujo parisino siempre me llamó la atención por dos cosas: el tremendo desorden de viejas carpetas en contraste con la limpieza y el orden de toda la sala, y una esquina bajo la mesa que es realmente una cueva de Alí-Babá, un Arca Perdida, una Isla del Tesoro. De hecho, un día llegamos a sacar de allí una camisa de hombre, talla 42, bastante fea por cierto, que le había sido regalada por algún cliente, pero también se pueden encontrar de forma permanente objetos del merchandising más diverso, desde cosas de clubes de fútbol a artículos de empresas de aviación, o incluso recuerdos de visitas oficiales de países exóticos, banderas de Bahrain, puñales yemenís, algún que otro par de zapatos…

Suele ser habitual que haya botellas de vino por ahí guardadas, como si las sacase a escondidas de la bodega del hotel, pero no es el caso. Y es que este tipo es un gran aficionado a todo lo que salga de la uva y venga en botella, y siempre está buscando buenos vinos en subastas, liquidaciones, catálogos de pequeños productores, etc… Si leyeron la entrada sobre el champagne Dom Perignon Rosé 1993, ahora sabrán quién consiguió esas botellas en Sotheby’s.


Así, más o menos….

Pues bien, en una ocasión de su cueva salieron dos pequeñas botellas, finas y alargadas, de algo que decía ser “vin de paille”, “vino de paja”. Vino de paja… Como buen aficionado a los vinos dulces que soy, nada más ver la botella me imaginé su contenido. Y acerté. El vino de paja es una forma más de obtener vino dulce a partir de uvas con alta concentración de azúcar. En Hungría y en Sauternes lo hacen dejando a la uva pudrirse por el ataque de la Botrytis Cinerea. En Andalucía y Levante dejan las uvas secarse al sol antes de prensar. Y en la zona del Jura ese secado de la uva se hace lentamente, sobre un lecho de paja que le acaba dando a la uva un toque muy característico.

Pasadas las seis semanas mínimas marcadas por la ley, aunque generalmente suelen ser entre tres y cinco meses, una vez que la tasa de azúcar es la deseada, las uvas son prensadas en tiradas muy pequeñas, para evitar en lo posible las pérdidas, dando un rendimiento muy pobre, de unos 20 litros por cada cien kilos. Debido a esto, se suele comercializar en medias botellas. Estos vinos pueden aguantar los 10 años embotellados si las condiciones son favorables, por lo que son buena inversión.


Tienda de Lavinia en París

Sin haberlo probado, no sabiendo más que lo que me había contado esa persona, me dirigí a Lavinia, en el Boulevard de la Madeleine, entre la Iglesia y la Opéra Garnier. Para mí es una de las mejores tiendas de vinos de París, y no lo digo por su variedad o por sus piezas exquisitas, sino por la profesionalidad y el realismo de sus sumillers. Y es que cansa ir a un sitio en el que, si te llevas algo de menos de mil euros, no eres un cliente merecedor de la bodega de la tienda, que es algo que pasa en otros locales que se creen “exclusivos”. En Lavinia siempre se te atiende bien, y si encima vas buscando un producto raro, mejor aún.

Ante mi total desconocimiento de lo que iba a comprar, el propio director de la tienda se ofreció para aconsejarme. “Esto es pura fresa del bosque”, me dijo entusiasmado. Y es que, de entre la escasa variedad de vin de paille de la que disponían, yo me estaba llevando probablemente el mejor de todos: el PMG de Stéphane Tissot. “Fresas del bosque”, insistía mientras me preparaba el paquete, al tiempo que no callaba con que había que tomarlo solo, sin nada más. Mi ilusión iba en aumento, qué duda cabe.

PMG no quiere decir otra cosa que “pour ma gueule”, que se podría traducir como “para mí solito”. Por lo visto, un año el Señor Tissot se inventó un vino imposible de incorporar a la Denominación de Origen, creo que por alta concentración de azúcares o por bajo contenido alcohólico, que decidió guardárselo para él. Pero ese vino estaba tan sumamente bueno que al final tuvo que empezar a comercializarlo, pues todo el mundo se lo pedía. Normal que se lo pidiesen… Ahora vende la mitad de la producción. Si han probado vinos como los Sauternes, el conocido PX de Pedro Ximénez, el Casta Diva alicantino o los Tokaji húngaros, pueden hacerse una idea de lo que hablo. Y sin embargo, pese a tener esa idea, se equivocarían. Y es que es parecido, pero al tiempo no tiene nada que ver.



La dulzura, la suavidad, el cuerpo, la untuosidad, el bajo contenido alcohólico… todo ello hace del PMG un vino parecido, pero muy diferente. Cuando el de Lavinia decía entusiasmado eso de “fresas del bosque”, tenía toda la razón. Que de la uva salga algo con sabor a fresa es curioso, ¿no? Pues no lo sé, pero sí sé que es delicioso. No es un vino fuerte, no pega como pega el Casta Diva, ni es tan dulce como el PX, ni tan dorado como el Sauternes. El PMG es de un color parecido al oro rosa, y siendo de ese color creo que queda todo dicho. Es un vino tan sumamente refinado y que resulta tan diferente, que al probarlo te olvidas de todo lo demás, porque además tiene muy poco alcohol.

Stéphane Tissot también comercializa otros vins de paille. He probado uno que llama “Spirale”, y aunque es exquisito, no alcanza la suavidad total del PMG. Pero tiene una ventaja: es más fácil de conseguir. Es precisamente a partir de la primera prensada de ese vino que se saca el mosto para el PMG. Y por eso del PMG se hacen las botellas que salgan, ni más ni menos, y se venden todas. De hecho, Lavinia contaba con tres botellas en stock cuando yo compré la mía. Una pena que no me hubiese llevado más, porque encima no se puede decir que sea caro. A unos 90 euros la media botella (375ml), qué duda cabe que es dinero. Pero es que este vino podría costar 900 si lo quisiesen pedir, y se vendería.


Stéphane y Benedictine Tissot

Y encima, según David Biraud, grandísimo sumiller francés, Stéphane Tissot es un tipo simpático y agradable. Normal, haciendo el vino que hace… Yo ya estoy planeando un viaje al Jura a visitar la bodega y comprar alguna que otra botella, no sea que le dé por subir el precio y cambiar sus vaqueros por trajes de Lanvin. Cosa que dudo, sinceramente.

PMG, de Stéphane Tissot. Si lo encuentran, no lo duden ni un instante.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Salsa de cigalas

Que Karlos Arguiñano sea el mejor cocinero mediático de España, y probablemente del mundo, no es casualidad. No es sólo haber aparecido en el momento justo, ni el contar chistes tan malos como

- Manolo, estoy confuso
- Ya, pero yo me llamo José
- Pues más a mi favor…

Lo que hace de Karlos un éxito absoluto es su forma de conectar con su público, buscando siempre esa cercanía que le lleva a recomendar desde comer bien y variado, a tener cuidado en la carretera los fines de semana. Hay quien ha buscado politizarle, qué raro en España… Pero cualquier opinión que pueda tener sobre otros asuntos, se olvida en el momento en el que saluda como siempre a “amigos, amigas y familias”. Y eso es parte de su grandeza. Si encima nos enseña a cocinar rico, sano y barato, el nivel de admiración por Karlos ha de aumentar por fuerza.



Desde la entrada del Steak Diana no había vuelto a publicar ninguna receta, y no será por falta de ideas. La de hoy he de reconocer que no es en absoluto barata. O quizá sí lo sea, según se mire, pues lo cierto es que podremos usarlo como base para una buena sopa, y nos permite aprovechar absolutamente todo de las cigalas. Decir que la receta original de Karlos incluye un flambeado con brandy. Yo he preferido tirar de vino blanco, haciendo todo más sencillo.

Como siempre, empezaremos preparando todos los ingredientes ya dispuestos para incorporarlos. Parecerá una tontería y quizá un uso excesivo de platillos y demás, pero tanto para el neófito como para el experto, esta manera de cocinar permite concentrarse en lo que se hace, no olvidar nada, y alargar el tiempo en cocina, además de poder permitir a alguien ayudarnos, convirtiendo la cocina en otra parte divertida de la comida o cena que organicemos. Así, dejaremos preparados y a nuestro alcance:

- Cebolla picada.
- Cabezas, pinzas y cáscaras de cigalas crudas, con cuidado al pelarlas porque pinchan.
- Ajo pelado sin picar.
- Aceite de oliva.
- Sal.
- Vino blanco, como siempre de buena calidad. Cuanto mejor sea el vino, mejor sabrá la salsa.
- Agua.
- Harina de maíz diluida en agua.
- Salsa de tomate casera, o un buen tomate frito.
- Cazuela profunda.
- Colador.
- Mortero y cuchara de madera.

Y nos pondremos manos a la obra, sofriendo ligeramente a fuego medio y en aceite abundante la cebolla y el ajo, con un punto de sal, esperando que la cebolla alcance un tono transparente, momento en el que añadiremos sin piedad las cigalas, que recibirán un machaque considerable con el mortero. Se trata de destrozar al máximo toda la casquería, para obtener el máximo de sustancia. ¿El tiempo? No soy cocinero exacto, por desgracia, pero calculo que con unos 5 minutos dándole bastará, quizá menos. Intentaremos llegar a un punto de fritura considerable, sin que se nos queme la cebolla.


Curiosa imagen que da Google al buscar "refrito"...

A continuación, un chorro de buen vino blanco (personalmente me gustan los Gewürztraminer, o en ausencia de estos, un Viña Esmeralda de Torres), acompañado de otra parte de agua, hasta que cubra bien todos los ingredientes, y dejaremos cocer durante un buen rato, que pueden ser perfectamente 10 minutos, siempre a fuego medio tirando a bajo. Hacia la mitad de la cocción podemos añadir la Maicena diluida. Lo que buscamos con ello es darle consistencia, espesura a la salsa, pero si no tenemos Maicena, siempre podremos añadir un poquito de harina de trigo. El problema con ésta es que corremos el riesgo de que nos dé un sabor a harina bastante notable si nos pasamos, dado que no la ponemos previamente cocinada. Otro espesante posible es el pan rallado. De cualquier forma, no se trata de hacer un puré espesísimo, sino más bien una sopa algo más densa de lo habitual. Añadiremos también una cucharadita de salsa de tomate, que nos permitirá darle un color rojizo muy apetecible.

Evidentemente, el olor que todo el proceso genera es más que considerable, especialmente en el momento de sofreír las cigalas, así que habrá que prever una buena ventilación.


Llamen a los bomberos, que se les quema la salsa….

Cuando una parte del líquido ya se haya evaporado y la crema se sienta espesa al remover, llega el momento de colarla. Lo ideal sería utilizar un chino, pero cualquier buen colador casero y grande, de malla metálica, nos servirá. Con cuidado al verter el contenido de no quemarnos con el vapor o salpicaduras, dejaremos que el líquido se vaya colando, y cuando las cáscaras se queden en el colador, con la ayuda del mortero seguiremos sacando sustancia.

¿Tirar las cáscaras? Pues no necesariamente. Dado que han cocido unos 20 minutos en total, bastará con añadir otras cabezas de langostinos o gambas para conseguir un buen caldo de marisco que podremos tomar al día siguiente como sopa.


Omá, qué rica…

¿Y qué hacer con la crema de cigalas? Servida bien caliente como salsa, puede acompañar unas brochetas de cigalas y verdura, un buen filete de pescado a la plancha, o a las propias cigalas a la plancha incorporadas a un buen arroz, por ejemplo.

En definitiva, es otra forma de aprovechar un marisco que no siempre es fácil de comer, pero también de pasar un buen rato en la cocina disfrutando de paso de ese vino blanco que hemos abierto. Cuidado no se pasen.

Rico, rico.

Nota para mis lectores franceses: ahora es su turno de liarse ante el marisco. Y es que en Francia llaman crevettes a las gambas, gambas a los langostinos, y langoustines a las cigalas. Chalados...

sábado, 8 de diciembre de 2007

Está en nuestra sangre

El otro día, mientras revisaba unos videos del programa de la BBC Top Gear en la que comparaban tres descapotables, Richard Hammond aseguraba que los ingleses saben perfectamente cuál es la receta exacta para fabricar roadsters, que habrán de ser ligeros, ágiles y, sobre todo, relativamente baratos. Justificaba su opinión en el hecho de que Inglaterra lleva esa receta en la sangre, y es que desde los inicios del automóvil deportivo, los ingleses se han mostrado como los mayores aficionados a conducir con el cielo por techo, algo paradójico a la vista del clima que padecen. Pero efectivamente, son los que más descapotables compran, y lo cierto es que resulta difícil ver uno con la capota puesta cuando deja de llover.


Esto es un roadster, inglés.

En muchas otras cosas los ingleses se muestran como los mejores ejemplos. Desde las cervezas de tipo Ale a la independencia de sus televisiones o la fuerza de la prensa amarilla, sin olvidar las señoras gordas de pelo rubio y alisado, los tatuajes en todo tipo de personas, las borracheras vespertinas, el mal comer, el humor negro, o el liberalismo sexual de sus jovencitas. Pero no cabe duda de que el coche tipo roadster es una buena muestra de la sangre anglosajona. MG, Triumph, TVR, Austin, Lotus… ellos lo inventaron.

De cualquier país se pueden nombrar muchos tópicos. Los alemanes son personas de bigote y pelo siempre pasados de moda, vestimentas espantosas con colores imposibles, jarra de cerveza en mano, y con una mente cuadriculada. Los franceses, además de chovinistas hasta el extremo y de tirar la fruta española en las fronteras, resultan amanerados para el español medio, y tienen unas costumbres horarias incompatibles con la vida que se conoce en el Mediterraneo, además de hacer Champagne y tener mujeres que no se depilan. Los italianos van siempre bien vestidos, aunque sean indigentes, y hablando a voces siempre están intentando seducir. Además, comen pasta, pizza y beben birras, punto. De los holandeses sólo se sabe que creen hablar inglés mejor que los ingleses, que fuman porros y consumen pornografía sin parar, y que viven en un país sin montañas. Los belgas no tienen personalidad, los suizos son aburridos, los rumanos son gitanos y las checas están todas buenísimas. Y los rusos, por poner otro ejemplo, son unos borrachos de vodka, fríos y calculadores, generalmente mafiosos, gordos y horteras que se casan con chicas excesivamente jóvenes y demasiado rubias, porque las rusas morenas y/o pelirrojas son lesbianas.


Esto es un ruso, ruso.

Evidentemente son todo tópicos, como lo son de España el ir vestido de torero, el comer permanentemente tortilla de patatas o paella, dormir la siesta, salir por la noche todas las noches, tener la piel morena… Y sin embargo bien es cierto que, cuando se vive en el extranjero, se llega a reconocer al instante al turista español, antes incluso de que hable.

Si hay algo que nos une, algo plenamente común al total de la población española, algo que realmente está en nuestra sangre… es el engaño, el timo, el robo.

Hace tiempo intenté comprar un coche usado en España. De hecho, era uno de esos roadsters tan populares entre los ingleses. Y a pesar de ser el vendedor alguien relativamente conocido, y haber visto el anuncio en la revista interna de un banco importante, me trataron de engañar. Cuando no son los kilómetros reales, es el estado y el historial del coche, su uso. Resulta curioso ver como la inmensa mayoría de los coches usados a la venta tiene unos ochenta mil kilómetros, ha dormido siempre en garaje, y era usado por la esposa de un médico (al parecer, las esposas de los médicos tratan muy bien a los coches que éstos les compran), un jubilado, una señora para hacer la compra, o un segundo coche para ir de vacaciones.


80.000km, como nuevo, siempre en garaje.

En esta ocasión el propietario aseguraba no haber tenido nunca ningún golpe, y presumía de llevar aún las cubiertas de origen. Examinando bien el coche, a la vez que el vendedor ponía gesto de circunstancias, se descubrió que el coche había recibido un golpe por detrás y estaba reparado. “¿Golpes? No, nada, ninguno… bueno, lo normal, pero nada… Lo normal”. Lo normal debe de ser accidentar coches y no decir nada de nada. La prueba del vehículo reveló un sospechoso sonido metálico procedente de la parte trasera del coche a cierto régimen de vueltas. Comentado el asunto en un foro inglés, y sin haber mencionado lo del accidente descubierto, la primera respuesta fue demoledora: “el coche ha sido golpeado por detrás y suena el diferencial. Olvídalo, vete a por otro”.

Siempre es la misma historia. Siguiendo con los coches, a un buen amigo le estafaron con un deportivo alemán. Sí, ese famoso Porsche 911 con cemento a modo de soldadura en el motor, comprado en un taller especialista en Porsche, para más INRI. Él hizo más o menos lo mismo para venderlo, creando un contrato de compra-venta blindado que no dejaba lugar a ninguna reclamación. Y a mi amigo no le tengo por un estafador... Pero si quería deshacerse de aquel muerto, tenía que seguir el procedimiento “habitual”: engañar, aunque sea diciendo medias verdades, sin mentir.


Buscando la idea...

Ibercorp, Banesto, Afinsa, Forum Filatélico, Gescartera.... desde el sector privado. La expropiación y venta de activos de Rumasa, las comisiones en la tramitación de licencias, todo lo que rodea al sector inmobiliario y de obras públicas, etc… desde el sector público.

Las comisiones en B de cualquier negocio, desde trabajos y reparaciones sin factura, a sobreprecios abusivos por conceptos extraños. Las trampas en las construcciones y obras, con empresas que facturan más material del utilizado tanto al Estado como a otras empresas, que a su vez repercuten ese coste ficticio en el comprador.

Los pisos con una parte en dinero negro, de siempre. Los constructores forrados en base a subir el precio de los pisos para así "ganar un poco más", como un conocido mío que, queriendo comprarse un Mercedes de 22 millones de pesetas, y teniendo en venta 22 pisos.... subió 1 millón el precio de cada piso, sabedor de que los iba a vender, sólo para comprarse el coche sin que le costase.

El colarse en las colas de cualquier lado. Reclamaciones ridículas en cualquier sitio. Descargas de todo tipo de contenidos pero protestas exacerbadas por el famoso canon de Autores. Redondeos del 66% con el Euro, ya saben, “un euro igual a cien pesetas”.


Todos así.

No declarar nada del minibar de los hoteles si no nos lo preguntan, o llevarnos el albornoz, una toalla, o incluso una manta o un cuadro, como me han contado algunos hoteleros. Cambiar la tapa de las cajas de langostinos congelados para llevarse los caros a precio de los baratos. Marabuntas en las rebajas y robos en las grandes superficies.

Esperar que la cajera se equivoque con la vuelta y salir corriendo. Protestar por la pizza no tan caliente como debería y obtener pizzas gratis. Pedir el forfait de niño en las estaciones de esquí, teniendo ya 17 años, perilla y tatuajes. Colar cocacolas y palomitas en los abrigos dentro del cine. Ir a ver a la tía abuela en Navidad para sacarle el dinerín habitual, y luego olvidarse... robar un chicle con 10 años…

Llamar por teléfono desde el trabajo, mientras navegamos por Internet. Salir a desayunar, a tomar el pincho, a comprarse un par de zapatos. Que la propia Ministra de Fomento llegue tarde a la votación en la que se la revocaría o se le confirmaría en el cargo. Escaquearse de alguna responsabilidad o tarea en cuanto se pueda.

Contratar en prácticas, como becarios, a titulados universitarios. Ofrecer puestos de aprendiz pero al mismo tiempo exigir experiencia previa. Salarios ridículos sin ninguna relación con los precios de las cosas, más parecidos a propinas que a verdaderas pagas.

Lo llevamos en nuestra sangre. Nos gusta robar, pero nos seguimos enfadando cuando nos roban.

Afectados de Afinsa y Forum reclamando ayudas estatales, aunque invirtiesen dinero no declarado. Fraudes a Hacienda, todo lo que se pueda y más. Parados que no trabajan por seguir cobrando el paro. Prejubilados haciendo trabajillos extra. Aquel 3% del gobierno catalán en comisión. Impuestos de transmisiones patrimoniales y tasas abusivas para cualquier tipo de trámite, aunque éste sea prescindible.


Mis favoritos.

Somos el país en el que más billetes de 500 euros hay, cuando por lógica no debería ser así.

A veces nos quejamos de la picaresca de los gitanos, del gitanillo que le manga 3 euros a los críos los sábados por las tardes en las zonas de fiesta, del que te vende kleenex, del que te limpia el parabrisas... Pero nos encanta robar. Sea robar en el sentido estricto de la palabra, sea engañar, aprovecharse del otro en cualquier situación, como una incorporación de autopista sobrecargada, un semáforo en ámbar, un cruce, la entrada del garaje aprovechando que alguien abre la puerta para salir, etc… El timo de la estampita, en la que la víctima pretende aprovecharse del gancho, es mi favorito, sin duda.

Cuando se han conocido otras culturas, otras formas de ver las cosas, cabe el consuelo de pensar que en todas partes cuecen habas. A fin de cuentas tampoco se vive tan mal en España, aunque haya ese peaje que pagar. Otros peajes en otros países desarrollados son aún peores, qué duda cabe.

Les dejo que sigan navegando desde el trabajo. Yo voy a ponerme el traje de luces y a dormir un rato la siesta, que luego toca comer paella y ver el fútbol.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Restaurante Aki, Madrid

Sonará extraño, pero estando en Madrid una noche lo último que me apetece es comida española, tapas, cañas, etc… Si acaso un pincho en algún sitio, o si llegase al mediodía una comida en plan tabernas. ¿Pero las cenas? Las cenas, cuando no se viene con un plan establecido y se está libe de compromisos, prefiero hacerlas en algún pequeño restaurante de esos “exóticos”.

La calle Echegaray me es conocida por dos motivos: el primero es el Hotel Santander, un dos estrellas bonito y auténtico en el que un conocido estuvo viviendo mientras estudiaba arquitectura, para cachondeo absoluto del personal cuando cuenta anécdotas; el segundo es un restaurante japonés de cuyo nombre me es imposible acordarme, y que curiosamente estaba cerrado. Ese cierre nos sirvió para conocer otro, un poco más alejado de la Carrera de San Jerónimo, llamado Aki. Y fue todo un descubrimiento.





















El local es pequeño e incluso cutre, como debe de ser. Eso te indica que se trata de un restaurante auténtico, y no de una fábrica de sushis. Es más una taberna, un bar, que un restaurante al uso. Llegamos hacia las 9, y sólo había un par de mesas ocupadas, una de ellas por un grupo de japoneses. Buena señal. Escasos diez minutos más tarde, el local estaba lleno.

Por primera vez en mi vida comí patatas guisadas con carne… con palillos. Curiosa tapa de aperitivo. El menú no es muy diferente de cualquier otro japonés de ciudad europea al uso, con la típica variedad de makis, sushis y sashimis. Como soy alérgico al pescado crudo, opté por el Yakitori, que siempre suele sentar bien. Tampoco pedimos nada del otro mundo, sino un clásico menú de sopa de miso, brochetas y cuenco de arroz. ¿Para qué más? A veces apetece comer esas cosas, igual que a veces apetece una pizza o un pincho de tortilla. Si además se acompaña todo con una cerveza Kirin, mejor que mejor. Pero no me cabe ninguna duda de que variedad de platos hay. De hecho, nuestros menús no existen como tales en la carta, como sí pasa en otros japoneses “turísticos”.





















Seamos realistas, no es ni un sitio de lujo, ni mucho menos un restaurante de alta gastronomía. Es un sitio más que tener en la agenda y al que ir muy de cuando en cuando. Es decir, en esas raras ocasiones en las que se está ahí sin ningún compromiso ni nada que hacer. Porque además de caro no tiene nada.

Quizá por esa normalidad esta entrada sea tan corta, pero siempre consideré que un restaurante normal sería bueno cuando poco hubiese que contar de él, dejando el tiempo para disfrutar de una cena agradable, alimenticia, que sienta bien… lo justo para volver al hotel, dormir y madrugar al día siguiente. Aunque seguro que sirve perfectamente para ir con amigos y disfrutarlo más, como el grupo de extranjeros que teníamos al lado.





















Por cierto, las Dry Lager japonesas siguen siendo exquisitas, y la Kirin es una cerveza en perfecto compromiso con una cena sencilla, dejando sin sentido alguno no ya a las Heineken, Carlsberg y compañía, si es que tuvieron sentido alguna vez, sino por descontado a la cerveza local, por mucho que en Madrid ésta sea Mahou. La Asahi siempre pensé que era más seca, igual que la Sapporo. Quizá me equivoque y deba volver a tomar las tres al mismo tiempo para juzgar, pero desde luego que la Kirin es perfecta en estos casos, independientemente del paladar que se tenga.

Restaurante Aki, Echegaray 9, 28014 Madrid Tel. 91 429 58 06
 
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