domingo, 6 de enero de 2013

Mañana de Reyes

1993, Oviedo, España. Un bloque de pisos en una calle del centro.

En el Quinto puerta 2, Francisco y Carmen creen tenerlo todo bajo control. Saben que Carlos anda con la mosca detrás de la oreja, a sus diez años es más que probable que en clase alguno haya dado el chivatazo y claro, el chaval empieza a sospechar que quizá haya vivido engañado las mañanas del seis de Enero desde que tiene uso de razón. Pero Carmen es muy ocurrente y tiene respuestas para todas las preguntas de Carlos, respuestas que van más allá del clásico “porque son magos…” De cualquier manera, esta tarde irán a la Cabalgata con los primos, tanto los mayores como los pequeños.

Arriba, Pepe y Natalia, la pareja que llegó hace pocos meses al Sexto puerta 5, tan sólo se tienen que preocupar de lo habitual ya que Ángela y María son demasiado pequeñas para cuestionarse nada. Pepe no logra ocultar la emoción y está decidido a volver a hacer que todo sea pura magia en casa. Para ello cuenta con la ayuda de Manu, amigo de toda la vida que, además, no vive lejos, y de Isidore, francés de nacimiento pero de claros orígenes africanos. Vamos, que es negro, pero negro como un zapato. Van a montar toda una representación, no sea que las niñas se despierten… En realidad eso es lo que quiere Pepe, que se despierten y vean pasar a los Reyes. De momento, Natalia se encargará de distraerlas llevándolas a la Cabalgata, y luego a acostarse pronto, que es lo que toca.

En el Noveno puerta 4, Andrés no está pasando sus mejores Reyes. A sus casi dieciséis años no siente ninguna ilusión, no entiende nada de lo que pasa en casa, no entiende a su hermana Lucía (de hecho, sólo sabe de ella que estudia en otra ciudad), y lleva ya un tiempo algo fastidiado. Y todo porque su padre, Juanjo, se compró hace meses una nueva bici de montaña, y desde entonces no para de picarle. “¿Qué harías tú con una bici como ésta?, ¿cuánto crees que tardarías en subir al Naranco con una bici así tan ligera?, ¿cómo bajarías por la Fuente de los Pastores con estos frenos tan potentes?” Andrés no entiende nada, se mosquea porque pese a tener una buena bicicleta desde hace años, quiere otra, la suya se le queda pequeña y pesa, pesa mucho para él.

Ya son casi las seis de la tarde, toda la ciudad se agolpa en las calles que forman el recorrido de la Cabalgata, los niños no sospechan nada, incluso Carlos se ha olvidado de aquello que le contaron en clase, aunque sea por unos momentos… o lo que tarda en llegar a casa. Imposible, no hay quien lo haga dormir. Francisco y Carmen insisten, “tienes que acostarte, si ven que estás despierto pasan de largo”. Pero el chaval no es tonto, y replica que ha sido bueno todo el año, que porque una noche no duerma no le van a hacer la jugarreta… Francisco tiene un plan, de todas formas.

Arriba del todo, Andrés se ha ido a tomar algo con sus amigos y, por qué negarlo, a ver un poco la Cabalgata. “¡Para el año que viene nos apuntamos de figurantes!” Bueno, eso lo llevan diciendo desde hace tiempo, y al final nunca se apuntan porque se les pasa totalmente. De vuelta a casa, todo parece una noche más, no tiene ni la más remota idea de lo que va a pasar a la mañana siguiente. Su hermana sí, pero se calla. Es la ventaja que tiene ser la mayor.

Las niñas parecían cansadas de vuelta a casa, pero tanto caramelo les ha dado un verdadero subidón y no hay quien las pare. Natalia las calma un poco y juntas empiezan a preparar el avituallamiento para los Reyes. Lo primero es el turrón y los mantecados, puestos en una bandeja en un lugar visible, para que les sea fácil de encontrar. No nos olvidemos de la bebida, que tanto trabajo agota y hay que reponer líquidos. Pepe se ríe imaginando la escena y la tremenda borrachera que debe de suponer tomarse una copita de anís en cada casa, por no hablar del dolor de cabeza del día siguiente. Por eso les dice “no, mejor ponemos Whisky…” ¿Qué falta? ¡El agua para los camellos! No se sabe muy bien cómo entran tres camellos en el ascensor, y menos cómo consiguen no hacer mucho ruido, pero agua que no falte. Rellenan un barreño y lo ponen junto a la entrada.

Carlos sigue sin dormirse. Son las cuatro y media de la mañana y no hay manera. Carmen se acostó hace tiempo, Francisco ve la tele con la seguridad de quien se sabe vencedor de la batalla. Carlos sigue empeñado en desenmascarar a los Reyes, y en el salón sigue sin haber ni un solo regalo. De todas formas, antes de las cinco el sueño acaba por derrotarle y se queda dormido en el sofá. Francisco lo lleva a la cama, casi se le escapa una lágrima al pensar en lo que será el amanecer que ya casi parece asomar por la ventana.

Pepe ha quedado con Manu e Isodore a las seis de la mañana. Evidentemente, ambos vienen de doblete, que para algo la noche ha caído en sábado. Pero son responsables y saben de la importancia de la misión. Mientras llegan, toca preparar el asunto: mordisco a cada trozo de turrón, desenvolver dos mantecados e ir a cambiarse de ropa. Eso lo hacen los tres ya juntos en el portal, para no armar mucho barullo en casa (porque las risas en el portal no faltan). Natalia ya se ha levantado también y está lista para completar el atrezzo. Entran los tres “Reyes” en casa, colocan los regalos mientras Natalia espolvorea algo de purpurina por el pasillo junto con confeti que recogió de la cabalgata: los Reyes Magos dejan estela a su paso, faltaría más. Lo que no perdonan Manu e Isidore es el lingotazo de whisky. Mediovacían el barreño de los camellos, dejando claras salpicaduras de agua alrededor, que se note que estos bichos no son delicados bebiendo, precisamente.

Las niñas no despiertan, igual hay que hacer algo más de ruido, así que “accidentalmente” chocan contra la mesa del salón. Natalia, escondida tras la puerta de la habitación de las niñas, les avisa asintiendo con la cabeza. Ángela y María, de la mano, se asoman al pasillo en el momento en el que ven pasar rápidamente tres sombras por la puerta. ¿Son ellos? Pepe tiene el tiempo justo de quitarse la túnica y la peluca y colarse de vuelta en casa y, mientras las niñas corren hacia el dormitorio de sus padres, se mete en el cuarto de baño para disimular. “Papá, te los perdiste, ¡se fueron ahora mismo!” Los regalos están ahí, y hay para todos. Se han comido casi todo el turrón, pero parece que el mantecado de chocolate no les gustó. El whisky se lo han bebido, “¡mamá, incluso los camellos bebieron! ¡Y hay purpurina!"

Carlos se despierta hacia las nueve. Ha dormido poco, y está enfadado por no haber aguantado, pero feliz porque es la mañana de Reyes. Va al salón, sus padres ya se levantaron hace un rato y le están esperando con absoluta normalidad. Pero no hay regalos. “Carlos, te lo dijimos, si saben que estás despierto no vienen”… “Pero mamá – responde Carlos – yo me dormí, ¿por qué no esperaron?”. La lágrima parece escaparse, antes de que eso pase Francisco interviene: “Carlos, estate tranquilo y vete a la cocina a por un vaso de zumo”. Efectivamente, sobre la mesa de la cocina están todos los regalos. La lágrima en esta ocasión se le termina escapando a Francisco. Este sí que ha sido el último año de la ilusión, piensa.

Y lo piensa porque sabe que Andrés anda como anda, en fase “odio la Navidad y nadie me entiende”. En el Noveno se han levantado ya hace tiempo, poco antes de las ocho. El salón está como cada mañana del seis de Enero desde hace algunos años, con regalos en paquetes brillantes apilados en pequeños montoncitos. Juanjo prepara un par de cafés y juntos los cuatro van abriendo los regalos. Recibir un jersey por Reyes no es algo que ilusione en demasía, pero
Andrés está a punto de tener los mejores Reyes que ha tenido hasta la fecha, que recordará toda su vida. Junto al jersey hay un sobre, en el sobre hay una carta. La abre confundido, su madre le dice que la lea en voz alta. No entiende nada, algo dice de que el movimiento se demuestra andando (y no “hablando”, como se oye en el anuncio de Moviline de la tele) y que proceda a pasar al dormitorio de sus padres. “¡Venga, hombre, entra!” le dice Juanjo con una enorme sonrisa. Tan enorme como la sorpresa de Andrés al ver, allí apoyada contra la pared, la mejor bicicleta que jamás pensó podría tener. Con su cuadro azul oscuro y buenísimos componentes, de su talla, limpia, nueva… suya.

Lo que recuerda Andrés del resto de aquella mañana es que poco después todos los ciclistas amigos de su padre le esperaban para estrenar la bici. Lo que nunca ha entendido es cómo sus padres lograron esconder durante semanas aquella bicicleta, y cómo nadie le dijo nunca nada pese a que todo el mundo lo sabía.

La mañana de Reyes es una de las mejores mañanas del año. Yo no recuerdo ni un día de Reyes en el que no luciese el sol. Lo que pasó hace veinte años en aquel bloque de pisos fue una maravillosa y simple concentración de ilusión y buenas intenciones. Sirva este pequeño cuento para trasladar esa ilusión y esos sentimientos a quienes hoy, desgraciadamente, no han podido celebrar el día. Y, bueno, la bici no era la de la foto, porque para esa igual uno va a tener que esperar un poco más de los 23 años que llevo queriéndola. O al menos a que alguien me la quiera vender.
 
Klein Attitude, 1990, colores "Team Dolomite"

Y yo aprovecho para pedirle a Google un editor de textos decente para Blogspot, que no hay quien haga nada bien a la primera...

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Como la mayor que soy te digo: ¡heredaste el don de tu abuelo para hacer llorar a la gente, maldita sea!!!!

Anónimo dijo...

Yo digo lo mismo que la mayor y además digo que fue en casa de Olga y Gerardo...

Anónimo dijo...

Buena entrada Conde, me ha emocionado un poco :)

Anónimo dijo...

Pide perdón por el tocho al menos

 
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