miércoles, 24 de octubre de 2007

Llueve

Por fin han vuelto los días grises en los que por la ventana de mi salón no se ve más allá de un kilómetro… Estas cosas en París son muy habituales, pero ahora que llevo un tiempo en Asturias, la verdad es que las echaba de menos. Tanto mes de Octubre con sol y buenas temperaturas me empezaba a mosquear, y aunque ya esté deseando que haga bueno para salir con el descapotable, o simplemente para salir a la calle y no volver con los pantalones mojados, me gusta ver llover, ver los prados mojados, llegar a casa buscando cobijo, y todas esas chorradas tan bucólicas y otoñales.
















¡Qué bonito, gñé!

En Barrio Sésamo había una canción de esas que ponían, a modo de video-clip, entre las aventuras de Espinete, Chema, Don Pinpón y compañía. Por cierto, como dice la canción, debajo de Espinete hay una persona, se llama Chelo Vivares, es una tía… Aquella canción decía:

Está lloviendo hoy,
El cielo está gris.
Llueve fuera, sí
Y yo no puedo salir…
Pero es bueno que
Llueva hoy

Y en el video veíamos a una niña que miraba por la ventana cómo diluviaba en el Nueva York de finales de los años 70, aunque los que vivíamos en provincias imaginábamos que aquello sería Madrid, o algo. Además, salían todas las utilidades del agua de lluvia, como limpiar las calles, regar las plantas, limpiar las calles, limpiar las calles, y/o limpiar las calles, por ejemplo. Tan solo con el paso de los años te dabas cuenta de la realidad que nos ocultaban los adultos guionistas: la lluvia también sirve para atontar a la gente.
















Ahí, todos bien arrejuntados.

Bajo a la calle. Vivo ahora en un edificio muy distinto al del apartamento de París. Allí es una casa art-decó de los años 30, preciosa, con un portal minúsculo. Aquí es un edificio moderno, de los años 80, con un enorme portal con doble puerta y bien protegido de las inclemencias del tiempo. ¿Por qué cuando llueve la gente se queda, con el paraguas abierto, dentro del soportal? Imposible salir de casa sin mojarse antes incluso de llegar a la calle. Además, ocupan posiciones estratégicas para que la persona que salga o entre a su casa tenga que realizar quiebros y chicanes. Por no hablar de los que directamente están fumando, claro.

Con un ligero cabreo incipiente, a paso firme te diriges a un kiosko a por papel de regalo en el que envolver una especie de hipopótamo de peluche en tonos rojos y rosas, tijeras, celo, y luego a la pastelería a por unos bombones: hay cumpleaños. Imposible. Las aceras son estrechas, las cafeterías siguen empeñadas en tener terrazas, la gente camina muy despacio, los paraguas se chocan, y es entonces cuando ese grupo de gilipollas (por no decir chicas) se paran, de repente, y no saben si ir a un lado o a otro. Sus paraguas te rozan los hombros, tu chaqueta está mojada, el peluche sufre, el papel de regalo se moja. Más o menos logras pasar entre las mesas de la terraza, las inútiles del bolso de Carolina Herrera o del Tous modelo “mercadillo”, y la puta moto aparcada sobre la acera, antes de doblar a un lado para esquivar el árbol, mientras por el bordillo de la acera circula una máquina de esas de fregar, con manguera incluida… en un día de lluvia.

















Así nunca más nadie me golpeará...

Cuando llegas a casa con tu pantalón empapado, tu paraguas mojándolo todo, las bolsas de la compra goteando, y te das cuenta de que te has olvidado de comprar leche o detergente, comienzas a echar de menos los días soleados y templados que disfrutabas hace nada… Justo hasta la mañana siguiente, en la que vuelves a ver la lluvia y a ponerte bucólico. Eso sí, esta sensación se termina tras 2 semanas sin ver el sol, pero es bonita….

Y entonces suena el teléfono, y has de ir a buscar a alguien a la casa del campo. Diluvia. Resignado porque tu experiencia está previniendo a tu cerebro ante los peligros que te encontrarás en la carretera, bajas al garaje. Mejor con el coche automático con su techo metálico. Arrancas, pones las luces, mueves la palanca a D, el coche sale… Pasas a R, maniobras… Por fin D para salir a la calle. Tras la rampa te espera la primera: peatones como los descritos anteriormente, que ni “p’adelante” ni “p’atrás”. Esperas pacientemente (a fin de cuentas tú no te mojas), y te incorporas al tráfico.

Conducir con lluvia un día de semana puede ser muy cómico, si aprendes a tomarte con humor la inutilidad manifiesta del conductor medio. Siguiendo a un hombre que no ve necesario poner las luces, te incorporas a la autopista. Mejor dicho, te dejas caer a la autopista, siempre a un ritmo incómodo, pestoso, que ni es lento ni es rápido. Guardas tu distancia de seguridad, pese a que el que va detrás no lo esté haciendo, y en cuanto puedes, hundes el acelerador para quitarte del medio y salir del pelotón de retrasados. Sí, retrasados, y lo digo porque es como si entendiesen que yendo todos juntos se mojan menos, o algo. Si no, no me lo explico. Al rato, alguien sin luces te adelanta exactamente a 139 kilómetros por hora, aunque lo cierto es que llueve tanto que llevas los limpiaparabrisas a la velocidad máxima y has bajado el ritmo por debajo de los 100. Tranquilo, ese individuo seguirá yendo a 139 pase lo que pase, haga el tiempo que haga. Así no le multan, que es lo importante.
















Corre, corre...

Llega la salida de la autopista, y por narices tienes que abortar el adelantamiento al camión, porque otro individuo sin luces ha decidido que prefiere adelantar a 0,8 kilómetros por hora más rápido que el susodicho camión. Claro, es que llueve. En la salida, con una curva, aquel de los 139 km/h considera que mejor no pasa de 50. Claro, es que es una curva, y las curvas son peligrosas. En seco seguirá dándola a 50, faltaría más. Te acercas a la rotonda. Pese a que no se observa tráfico en su interior ni aproximándose, todos paramos en un gesto de prudencia, aunque luego por dentro los carriles dejen de existir y nos olvidemos de señalizar con el intermitente la salida. A fin de cuentas, lloviendo no son necesarios, como tampoco lo son en días soleados.

Por la carretera de doble sentido que nos lleva hasta nuestro destino, alguien ha decidido que es mejor circular a 30 por hora, pese a haberse incorporado hace ya más de 300 metros. Frenas mientras te echas a la cuneta al ver venir un coche tipo rally (en este caso era un Mitsubishi Lancer evo) sencilla y llanamente por tu carril. Sin luces, claro. El de los 30 km/h pone el intermitente a la derecha y se dispone a entrar en un camino, para lo cual invade medio carril izquierdo. Se diría que lleva un trailer.

En la urbanización la gente parece tener más prisa de lo habitual, por si encogen sus todo-terreno, supongo. A la vuelta por ciudad nos encontramos con los mismos de los paraguas, pero en coche. Cambios de carril, indecisiones… Es como si todos los que nunca conducen saliesen en cuanto llueve. Y sin luces, claro. Sin luces en el coche, pero también sin luces en el cerebro.














Y encima con adoquines...

Aparcas en el garaje de casa, cierras el coche, observas su carrocería pese a todo sin golpes, y en la tele Arguiñano está haciendo una locura de huevos escalfados con pan frito y pimientos. Miras por la ventana, sigue lloviendo, y mientras te planteas qué comer, añoras los días despejados de gafas de sol. Justo hasta la mañana siguiente, claro.

2 comentarios:

LeStrat dijo...

Este ha sido uno de los atículos con los que más me he sentido identificado, quizá por compartir provincia con usted y saber perféctamente de qué está hablando, hoy mismo he experimentado todo lo que comenta.

Un saludo.

Anónimo dijo...

Yo también llevo media vida (los 18 años que llevo conduciendo) preguntándome qué les pasa a los demás conductores cuando llueve, y por qué se forman estos cacaos en la carretera y en las calles.
Por lo demás, me gusta la lluvia, será porque me recuerda mi tierra, Bretaña. Cécile

 
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