Boeing 777-300, clase Business. Iba a escribir una entrada extensa con información y calificación del registro, embarque, asiento, comida, etc… paso. Para cualquiera de esos datos lo mejor es buscar en Internet, y siempre se corre el riesgo de sufrir un mal día del avión, de su tripulación, del cocinero, del horno, de la chica que hace el registro o de la novia del que te abre la puerta, y llevarse un chasco.

El asiento es estrecho. Es el comentario general que se puede leer por ahí, y aunque se hace cama, aunque es individual (no hay que saltar por encima de nadie para salir) se siente estrecho. Fundamental elegir asiento en ventanilla, si no se es de talla XXL, por motivos de privacidad. Los de pasillo me parece que quedan demasiado expuestos. Buena pantalla, buena selección de películas, programas, músicas, juegos, etc… pero asiento estrecho, y cuando se hace cama sólo queda ponerse en posición de cadáver (conocida como de Conde Drácula) y dormir.
Pero lo peor no es eso, lo verdaderamente terrible es el espantoso olor a pies generalizado. Y es que volar en billetes caros tiene muy poco de glamour, porque la privacidad no existe y estás obligado a identificar los efluvios de las pezuñas ajenas, hasta el punto de que huele tanto que empiezas a sospechar que sea uno mismo quien apesta. Pero no, eran mi vecina de la izquierda y, especialmente, un inmenso señor que tenía a mi derecha. ¿Habrá mejor suerte en los próximos vuelos?
Los baños… cero. Pero cero patatero. Yo esperaba ver algo bien puesto, con sus cepillos de dientes, sus vasos, sus geles, sus colonias, sus flores decorando… Vamos, un baño propio de una clase Business. Y no, no es más que un baño de Turista con un par de sprays de tónico y de crema. Gran desilusión.
Y a la mañana siguiente es cuando se produce un pequeño milagrito de estos que, a veces (casi nunca, de hecho), dan las compañías aéreas. Cola inmensa para pasar control de seguridad (el segundo del día, es lo que tiene volar a Estados Unidos), el billete de clase Business te evita la cola. Control, quítate los zapatos, deja el reloj ahí, saca el ordenador, pasa por el arco, vístete de nuevo, y Juan Carlos me dice hola. ¿Juan Carlos? Encargado de recolectar las tarjetas de embarque, saludos de rigor, risas y tal… "Déjeme sus tarjetas de embarque otra vez… Señor Conde, aquí tiene, asiento 1K, Primera Clase". Lo que se viene a llamar "free upgrade", o de como pasar de ir en un asiento estrecho a la verdadera cama de la que hablaba antes. ¡Maldita sea, me toca esto en un vuelo de día!
A mi derecha, tres ventanillas, un compartimento para revistas, otro para los controles del sistema audiovisual, una pantalla táctil para controlar asiento, iluminación y privacidad, el compartimento donde se guarda una mesa enorme, y al fondo otra guantera cerrada con unos cacahuetes y un botellín de agua Voss. Frente a mí, una pantalla de bastantes pulgadas y mi reposapiés, que hace de asiento en caso de que mi acompañante quisiese comer conmigo (gracias al tamaño de la mesa). Un asiento de cuero de considerable anchura, y unos tabiques separadores para privacidad a mi izquierda completan el "camarote". Dentro de los tabiques hay un armario para colgar la chaqueta, en una percha de calidad.

Tras una comida muy bien servida (con tanta amplitud, como para no), tocó ver una película y pegarse una buena siesta, para ir aclimatando el cuerpo al horario norteamericano. Para dormir se proporciona un pijama negro con el que se adquiere aspecto de artista de hip-hop, pero que es muy confortable también. Asiento en posición cama, al ser un vuelo de día no hay instalación con sábanas y demás, cierre de mamparas, cartel de no molestar, terminar la película, y a sobar mientras sobrevuelas Estonia, o Letonia, o a saber. Y despertar y ver que estás sobre Groenlandia, por ejemplo.

Queda poco más de una hora para aterrizar, sufrir el calvario de inmigración, que el coche nos lleve al Sofitel de DSK, ducharse y cenar ya metidos en faenas mercantiles. Si este artículo sale publicado, señal de que todo salió bien. Yo de momento me retiro a contemplar el paisaje como si fuese la primera vez que vuelo. O sea, como siempre.