domingo, 28 de octubre de 2007

Inútil

Hace unos meses me decidí a comprarme un reloj especial. Ya conocía esa web japonesa desde hacía tiempo, pero siempre lo había ido dejando. A fin de cuentas ni necesitaba un reloj más, ni mucho menos uno tan complicado para ver la hora. Pero me lo compré. Es cuadrado, negro, concretamente machine-gun metal (ese anodizado entre negro, verde oliva y gris), con correa de piel y una forma muy curiosa de dar la hora, a base de leds que se iluminan en grupos de horas, decenas de minutos y unidades de minutos. Ni que decir tiene que ponerlo en hora es complicado, y leerlo requiere una cierta atención, además de pulsar un botoncillo en un lateral para que “se haga la luz”.





















Espectacular.

Es un aparato realmente inútil como reloj, o eso dirán muchos. Tan inútil como un cuadro que cubre una pared en una casa, supongo. Tan inútil como una camisa de marca cara carísima, que casi nunca usas y que, de hecho, puede ser sustituida por otras muchas que guardas en el armario. Tan inútil como un coche biplaza descapotable.

Releyendo la prueba de cierta revista del Honda S2000, en el resumen en el que hablan de confort, prestaciones, seguridad e inversión, escriben textualmente: “Realmente es S2000 es un vehículo bastate inútil”. No, no me he vuelto tarugo, las faltas ortográficas están copiadas de forma literal. Me hace gracia que un redactor con semejante inutilidad manifiesta para escribir una frase coherente y correcta, nombre precisamente esa supuesta inutilidad del S2000.















¡Viva el corrector!

De la RAE, que aunque muchos no lo crean, no significa “Real Academia dE la lengua”:

Utilidad:
cualidad de útil.
Útil: que trae o produce provecho, comodidad, fruto o interés. Que puede servir y aprovechar en alguna línea.

En el sentido popular habitual, especialmente referido a los automóviles, útil significa que sirve para ir por los sitios con capacidad de carga, prestaciones lógicas, maletero, espacio interior, sin que te rocen los bajos, y a ser posible gastando poco. Quizá haya alguno equivocado entre los que piensan así, ¿no creen? Y lo que es más triste: que una revista de gran tirada nacional se atreva a calificar al Honda S2000 como un coche inútil.

Un gran amigo tiene uno. Otro lo tuvo, y lo cambió por un Lotus Elise Otro tuvo el del primero un tiempo, aunque lo cambió más tarde por un NSX. Yo no lo tengo, lo veo demasiado “áspero”. Es lo que se llama en Inglaterra un “smile-car”. El coche es muy bajito, y el listón transversal del chasis en medio del suelo no facilita mucho la entrada. Una vez dentro, la sensación es de sujeción total. Pero no sólo por los asientos, sino por la forma de todo el interior, empezando por el cuadro de mandos y siguiendo por la consola central, que rodea a los dos ocupantes por encima de los riñones. Además, la puerta sube mucho y se siente uno bastante protegido dentro del coche. La sensación puede resultar agobiante para muchos. El embrague es duro, la palanca de cambios aún más, como lo son las suspensiones, y el coche se siente muy crudo y áspero. No llega al nivel del Lotus Elise, por descontado, coche en el que tras pillar el primer bache lo primero que te preguntas es si llevas las ruedas hinchadas o si vas sobre las llantas. El maletero muchos lo ven minúsculo, y dentro no hay guanteras como tales. Capotado la visibilidad es escasa, como en todos los coches de este tipo. Y además, es un coche muy ruidoso, que cuando corre como un demonio gasta como dos demonios juntos, y cuyo motor encima no suele dar las cifras de potencia oficiales, además de requerir un mantenimiento exhaustivo para mantenerlo en forma. Ah, y la capota hace ruidos cuando se va con ella puesta. Y gasta muchas ruedas, también.
















Y qué bonito es...

Todo ello se olvida cuando se conduce y se disfruta. Quisiera hablar con esa persona de esa revista para que me explicase, tras regresar del pueblo por una carretera canija, descapotado, disfrutando del día y, fundamentalmente, con una sonrisa enorme en la cara, por qué ese coche, como todos los roadsters o descapotables biplaza, es inútil en términos generales.

Y es que ese discursito acaba cansando. Uno se harta de que la gente juzgue los actos de los demás por criterios individuales, aún sabiendo que no se adaptan a los del juzgado. ¿Cómo alguien sin hijos puede juzgar la utilidad o inutilidad de ciertas cosas, en referencia a los hijos de los demás? En sentido opuesto, ¿cómo un conductor de monovolumen diesel se atreve a decirme que mi coche me es inútil? Porque no, no me confundo, no se refieren a su caso en particular, sino al mío.

Hace tiempo una discusión similar, llevada con humor al principio por mi parte, me costó una relación (no me atrevo a llamarlo amistad, a la vista de lo que pasó) de varios años. Y lo curioso es que era a mí al que se tachaba de engreído, de soberbio. Daba igual que explicase que ese beneficio, ese provecho, o ese servir para algo no se refiere a un fin concreto, sino al fin requerido por cada uno. No, mi fin era estúpido y el único fin normal, bueno, lógico, decente, o como quieran llamarlo era el del otro. Sí, por lo visto un coche que no sirve para cargarlo con cosas del Leroy Merlin es un vehículo inútil para todo el mundo, incluso para mi vecina parisina, que ya roza los 90 años y nunca ha tenido carnet de conducir, sino chófer.




















¡Bastián, haz el favor, que no me cabe la butaca del vecino!

Es lógico: yo con mi pequeño descapotable voy por los sitios, lo mismo que alguien en su Seat Leon diesel, por ejemplo. Vamos y volvemos, y el otro en su coche podrá llevar a más gente, y equipajes, y comprarse más cosas, y seguramente gastará menos en combustible que yo. Y esos son los que luego me llaman materialista por gustarme lo que me gusta, curiosamente. Esos para los que su placer personal consiste en algo material: espacio. A los que buscamos el placer del viaje en las sensaciones que nos procuran nuestros automóviles, sólo nos queda aguantarnos y bajar la cabeza. Algo parecido puse en la entrada titulada “El Maletero”, pero no caeré en el error de nombrar la envidia. No merece la pena, muchos no lo aceptarán, y otros, por falta de experiencia y conocimiento, ni siquiera lo entenderán.

De cualquier forma, yo sólo sé que prefiero usar mi coche para usarlo como lo uso, a un Opel Astra, por mucho GTC coupé sport racing rapide speed que sea. Y en mi dormitorio colgará un Roy Lichtenstein, aunque una lámina del Hipercor con un bodegón tape igualmente la pared. Y seguiré poniéndome a veces mi reloj de Tokyoflash, de la misma forma que me pongo cualquiera de los otros que tengo, aunque un Casio me dé la hora igualmente. Y, de hecho, seguiré poniéndome esa camisa marrón de Kenzo, aunque sea una vez al año, y siempre que no se pase de moda… Esa camisa que no sirve para cavar una zanja en el jardín.




















Hopeless, de Roy Lichtenstein, año 1963

Por cierto, una amiga se quiere deshacer de su secadora. A mí es que no me es útil…

miércoles, 24 de octubre de 2007

Llueve

Por fin han vuelto los días grises en los que por la ventana de mi salón no se ve más allá de un kilómetro… Estas cosas en París son muy habituales, pero ahora que llevo un tiempo en Asturias, la verdad es que las echaba de menos. Tanto mes de Octubre con sol y buenas temperaturas me empezaba a mosquear, y aunque ya esté deseando que haga bueno para salir con el descapotable, o simplemente para salir a la calle y no volver con los pantalones mojados, me gusta ver llover, ver los prados mojados, llegar a casa buscando cobijo, y todas esas chorradas tan bucólicas y otoñales.
















¡Qué bonito, gñé!

En Barrio Sésamo había una canción de esas que ponían, a modo de video-clip, entre las aventuras de Espinete, Chema, Don Pinpón y compañía. Por cierto, como dice la canción, debajo de Espinete hay una persona, se llama Chelo Vivares, es una tía… Aquella canción decía:

Está lloviendo hoy,
El cielo está gris.
Llueve fuera, sí
Y yo no puedo salir…
Pero es bueno que
Llueva hoy

Y en el video veíamos a una niña que miraba por la ventana cómo diluviaba en el Nueva York de finales de los años 70, aunque los que vivíamos en provincias imaginábamos que aquello sería Madrid, o algo. Además, salían todas las utilidades del agua de lluvia, como limpiar las calles, regar las plantas, limpiar las calles, limpiar las calles, y/o limpiar las calles, por ejemplo. Tan solo con el paso de los años te dabas cuenta de la realidad que nos ocultaban los adultos guionistas: la lluvia también sirve para atontar a la gente.
















Ahí, todos bien arrejuntados.

Bajo a la calle. Vivo ahora en un edificio muy distinto al del apartamento de París. Allí es una casa art-decó de los años 30, preciosa, con un portal minúsculo. Aquí es un edificio moderno, de los años 80, con un enorme portal con doble puerta y bien protegido de las inclemencias del tiempo. ¿Por qué cuando llueve la gente se queda, con el paraguas abierto, dentro del soportal? Imposible salir de casa sin mojarse antes incluso de llegar a la calle. Además, ocupan posiciones estratégicas para que la persona que salga o entre a su casa tenga que realizar quiebros y chicanes. Por no hablar de los que directamente están fumando, claro.

Con un ligero cabreo incipiente, a paso firme te diriges a un kiosko a por papel de regalo en el que envolver una especie de hipopótamo de peluche en tonos rojos y rosas, tijeras, celo, y luego a la pastelería a por unos bombones: hay cumpleaños. Imposible. Las aceras son estrechas, las cafeterías siguen empeñadas en tener terrazas, la gente camina muy despacio, los paraguas se chocan, y es entonces cuando ese grupo de gilipollas (por no decir chicas) se paran, de repente, y no saben si ir a un lado o a otro. Sus paraguas te rozan los hombros, tu chaqueta está mojada, el peluche sufre, el papel de regalo se moja. Más o menos logras pasar entre las mesas de la terraza, las inútiles del bolso de Carolina Herrera o del Tous modelo “mercadillo”, y la puta moto aparcada sobre la acera, antes de doblar a un lado para esquivar el árbol, mientras por el bordillo de la acera circula una máquina de esas de fregar, con manguera incluida… en un día de lluvia.

















Así nunca más nadie me golpeará...

Cuando llegas a casa con tu pantalón empapado, tu paraguas mojándolo todo, las bolsas de la compra goteando, y te das cuenta de que te has olvidado de comprar leche o detergente, comienzas a echar de menos los días soleados y templados que disfrutabas hace nada… Justo hasta la mañana siguiente, en la que vuelves a ver la lluvia y a ponerte bucólico. Eso sí, esta sensación se termina tras 2 semanas sin ver el sol, pero es bonita….

Y entonces suena el teléfono, y has de ir a buscar a alguien a la casa del campo. Diluvia. Resignado porque tu experiencia está previniendo a tu cerebro ante los peligros que te encontrarás en la carretera, bajas al garaje. Mejor con el coche automático con su techo metálico. Arrancas, pones las luces, mueves la palanca a D, el coche sale… Pasas a R, maniobras… Por fin D para salir a la calle. Tras la rampa te espera la primera: peatones como los descritos anteriormente, que ni “p’adelante” ni “p’atrás”. Esperas pacientemente (a fin de cuentas tú no te mojas), y te incorporas al tráfico.

Conducir con lluvia un día de semana puede ser muy cómico, si aprendes a tomarte con humor la inutilidad manifiesta del conductor medio. Siguiendo a un hombre que no ve necesario poner las luces, te incorporas a la autopista. Mejor dicho, te dejas caer a la autopista, siempre a un ritmo incómodo, pestoso, que ni es lento ni es rápido. Guardas tu distancia de seguridad, pese a que el que va detrás no lo esté haciendo, y en cuanto puedes, hundes el acelerador para quitarte del medio y salir del pelotón de retrasados. Sí, retrasados, y lo digo porque es como si entendiesen que yendo todos juntos se mojan menos, o algo. Si no, no me lo explico. Al rato, alguien sin luces te adelanta exactamente a 139 kilómetros por hora, aunque lo cierto es que llueve tanto que llevas los limpiaparabrisas a la velocidad máxima y has bajado el ritmo por debajo de los 100. Tranquilo, ese individuo seguirá yendo a 139 pase lo que pase, haga el tiempo que haga. Así no le multan, que es lo importante.
















Corre, corre...

Llega la salida de la autopista, y por narices tienes que abortar el adelantamiento al camión, porque otro individuo sin luces ha decidido que prefiere adelantar a 0,8 kilómetros por hora más rápido que el susodicho camión. Claro, es que llueve. En la salida, con una curva, aquel de los 139 km/h considera que mejor no pasa de 50. Claro, es que es una curva, y las curvas son peligrosas. En seco seguirá dándola a 50, faltaría más. Te acercas a la rotonda. Pese a que no se observa tráfico en su interior ni aproximándose, todos paramos en un gesto de prudencia, aunque luego por dentro los carriles dejen de existir y nos olvidemos de señalizar con el intermitente la salida. A fin de cuentas, lloviendo no son necesarios, como tampoco lo son en días soleados.

Por la carretera de doble sentido que nos lleva hasta nuestro destino, alguien ha decidido que es mejor circular a 30 por hora, pese a haberse incorporado hace ya más de 300 metros. Frenas mientras te echas a la cuneta al ver venir un coche tipo rally (en este caso era un Mitsubishi Lancer evo) sencilla y llanamente por tu carril. Sin luces, claro. El de los 30 km/h pone el intermitente a la derecha y se dispone a entrar en un camino, para lo cual invade medio carril izquierdo. Se diría que lleva un trailer.

En la urbanización la gente parece tener más prisa de lo habitual, por si encogen sus todo-terreno, supongo. A la vuelta por ciudad nos encontramos con los mismos de los paraguas, pero en coche. Cambios de carril, indecisiones… Es como si todos los que nunca conducen saliesen en cuanto llueve. Y sin luces, claro. Sin luces en el coche, pero también sin luces en el cerebro.














Y encima con adoquines...

Aparcas en el garaje de casa, cierras el coche, observas su carrocería pese a todo sin golpes, y en la tele Arguiñano está haciendo una locura de huevos escalfados con pan frito y pimientos. Miras por la ventana, sigue lloviendo, y mientras te planteas qué comer, añoras los días despejados de gafas de sol. Justo hasta la mañana siguiente, claro.

lunes, 22 de octubre de 2007

Quita los pies de la mesa, en el salón no se juega...

Esto no se toca, quita. Con esto no se juega, dale. Esto no se toca, quita. Con esto no se juega. Quita los pies de la mesa, en salón no se juega, en el sofá no se come…

Y lo peor es que es verdad. Si aún recuerdan aquellos tiempos en los que salíamos a la calle y entrábamos en cada tienda, fuese de lo que fuese, a preguntar si tenían pegatinas, sabrán de lo que hablo y se sentirán identificados con el anuncio que lleva esa musiquilla. Usar la alfombra como acera sobre la que aparcar los coches de juguete, la mesa como casa en la que meter los clicks de Famobil, el sofá como casa blandita jugando al rescate, la puerta como portería del campo de fútbol instalado en el pasillo, o descubrir que ya se mide lo suficiente como para ir “caminando” por el pasillo con una pierna en cada pared, sin tocar el suelo. Quienes hayan sido niños alguna vez lo entenderán. Quienes tengan niños pequeños, tarde o temprano lo entenderán también. Y quienes hayan pagado caros unos muebles espantosos pero buenos, estarán teniendo ya escalofríos.

















Este no es un barco cualquiera...


He estado yendo mucho por IKEA. Me encanta. Sonará tonto y vulgar (vulgar de vulgo, del pueblo que llena las superficies de Ikea todos los días), pero al César lo que es del César. Si bien hay ciertas piezas en las que merece la pena gastar el dinero y llevarse la original… si bien hay ciertas tiendas prohibitivas en las que merece la pena entrar, ver y, eventualmente, comprarse algo… si bien el concepto elitista de la decoración con estilo se pierde al ver el personal que deambula por el circuito del Ikea, desde la zona de salones a los dormitorios infantiles pasando por las cocinas y las butacas… Ikea ha conseguido el hacer de la decoración y del estilo algo accesible, algo que cualquiera puede lograr, huyendo del horror del Conforama o Merkamueble. Alabada sea Ikea, pues. Evidentemente, aunque cualquiera puede comprar muchas cosas, que el resultado sea estéticamente agradable ya es otra cosa… ahí no me meto, porque cada uno hace con su casa lo que quiere, o más o menos puede. Pero hace años, lograr un salón digno de la revista Nuevo Estilo, era sinónimo de millones de pesetas en mobiliario malo de Roche-Bobois, contratar un interiorista gay, disponer de una casa acorde, y así poder hacer una foto de una habitación no apta para la vida normal pero muy bonita. Esto ya no tiene por qué ser así.











Cualquiera puede evitarlo...


De cara a equipar el apartamento que ahora ocupo, hubo que comprar un dormitorio y bastantes cosas que le diesen alma a la casa. Bienvenido a la república independiente de tu casa. Bueno, yo siendo Conde prefiero llamarlo Condado, so pena de ser tachado de americano cowboy por el paleto habitual que todo lo aprendió en el videoclub. Una cama, una mesita, lámparas, alfombras, plantas, adornos… Cuatro duros, como quien dice, y mi piso se ha transformado. Primera satisfacción. Vale que parto de un apartamento muy agraciado, pero el resultado ahí está (para el que quiera venir a verlo).

La segunda satisfacción aparece al lograr meter todo lo comprado en un coche. Creo que en Lisses (sur de París) todavía se recuerdan las risas de la gente al verme intentar, durante media hora, meter dos inmensas cajas en mi descapotable biplaza. Labor social, gente feliz y contenta por algo que les hace olvidar preocupaciones, y risas, muchas risas, al lograrlo (más o menos) y regresar a casa entre cartones y sin capota. Esta vez fue todo más fácil, gracias a la inestimable colaboración logística en forma de monovolumen y conductora.
















Estos lo llevan aún peor que yo...

Luego llegas a casa. Bien, tienes cuatro cajas planas y largas, y de ahí ha de salir una cama completa, una mesita y alguna que otra cosa. Mientras el colchón se va estirando en el salón, abres esas instrucciones a base de dibujos y te pones manos a la obra. Maravilla del diseño, sin duda. Yo, que en la vida había hecho nada, ni siquiera colgar un cuadro, me encuentro ante algo que, poco a poco, va tomando la forma de una cama. Tornillos extraños, tuercas aún más raras que nunca nadie vio antes, todo estudiadísimo y con los agujeros ya hechos. Un destornillador plano y otro de estrella, y no necesitas más. No pasa ni una hora y la cama ya no parece una valla. Tercera satisfacción: sólo han sobado dos taquitos de madera y ningún tornillo.

La mesita corre la misma suerte, los somieres igual… la cama está montada, y de otra bolsa más de Ikea sacas una sábana, una funda nórdica, unas almohadas, un edredón, una alfombra… de otra caja la lámpara, y de otra la bombilla. Señores, el dormitorio está terminado, y si no fuese por mi empeño en colgar un Roy Lichtenstein de la pared, podría haberme traído incluso un cuadro. Y es que del Ikea puede salir todo para el piso, incluso la compañía a poco que uno se esmere entre dependientas o grupos de chicas que van a pasar la tarde viendo muebles.

De aquí salen dos dormitorios, un salón, un cuarto de baño, el hall y, si me apuran, el ascensor.

25 euros por una alfombra, increíble. Es evidente que no es la alfombra del siglo, que no es un diseño único y espectacular, y que está hecha de materiales sacados de un laboratorio por tipos vestidos de blanco, en vez de una granja con señores llenos de barro y señoras gordísimas con delantales azules. ¿Y? Esto no se toca, en el salón no se juega, no pises la alfombra, en el sofá no se come… 25 euros, y el día que me canse de ella compraré otra. Pero lo mejor de todo es que es sencillamente perfecta para mi salón. Dos euros más, y en la cocina de mi madre va otra alfombra que hace más cómodo cocinar y estar allí, y que nunca será lavada, sino sustituida por otra si apetece. Siete euros por una planta cocotero que cambia absolutamente el salón. Tres euros por una cantidad enorme de velas de colores. Otros tres euros por ocho perchas de madera, del mismo color que el armario, en las que colgar camisas y camisas blancas. Diez euros por una lámpara preciosa, discreta, funcional y decorativa.

Con esto no se juega, no juegues aquí a la pelota, en el salón no se come, quita los pies de la mesa, aquí no se juega… Gracias a Ikea, y como bien muestran en su publicidad, todo eso es posible. Y cuando todo eso es posible, uno es más feliz. Y cuando se es más feliz en casa sin gastar mucho dinero, uno es aún más feliz fuera, haciendo ruido al pasar por la carretera a 6.000 rpm descapotado bajo el cielo despejado. Y al llegar a casa, si apetece, se ponen los pies en la mesa y se cena en el sofá. Y si se mancha, se manchó. No pasa nada, volvemos al Ikea y compramos otro mientras vemos, una vez más, la exposición con sus saloncitos y sus apartamentos completos de 50 metros cuadrados.




















No hagas el pino, no metas al perro en el sofá...

lunes, 15 de octubre de 2007

La tengo pequeña

Cada día estoy más convencido de ello. A ver, uno más o menos sabe de su dotación, es consciente de lo que hay por ahí, y termina resignándose, aunque nunca haya comparado con “gente normal” el tamaño en el momento decisivo. Pero lo dicho, a cada día que pasa más pequeña me parece.


Como si tal cosa...

Y es que uno llega a esa conclusión cuando lee en foros las opiniones de la gente sobre ciertas cosas. Ciertas cosas, todo sea dicho, generalmente caras y que a mí me gustan. O yo la tengo pequeña, pues, o digamos que “el populacho” la tiene enorme… y no me refiero a la moral.

Se suele decir que el tamaño no importa. Mentira, cuando la tienes grande es cuando realmente no importa.
Si te pasa lo que a mí, puedes acabar obsesionado con ello, hasta el punto de no querer salir a la calle para que siga encogiendo. Porque sí, esto evoluciona… involuciona, encoge como un jersey de lana lavado en agua caliente, y sólo hay un remedio para ello: no comunicarse con la inmensa mayoría de la gente que habla, grita y, aproximadamente, acierta a escribir algo en Internet.


Troll, lol, etc...

Aunque sea un clásico del blog, hablaré de coches, porque todo lo dicho anteriormente está relacionado en un 90% con los coches, afortunadamente. Me encantan los todo-terreno “ciudadanos”. Mi coche familiar ideal es el peor todo-terreno del mercado: BMW X3. Es caro, carísimo. No sirve para ir al campo (o eso dicen), y una buena berlina Serie 3 es mejor sobre asfalto (o eso se supone). Además, es feo por fuera y por dentro (según muchos), pero me encanta. Sin embargo, cuando te compras un X3 en lugar de un, por ejemplo, Renault Laguna, es porque sólo quieres aparentar y suplir la falta de talla reglamentaria en tus atributos masculinos a base de talonario. Hagan la prueba, pregúntenlo… Y eso que hablo de un coche relativamente discreto.


Inutilidad total.

Subamos ahora dos, tres o siete escalones hasta el que, para mí, es uno de los mejores coches del mercado: Porsche Cayenne. Como mucha gente lo utiliza para ir al colegio a por los niños, esta grandísima muestra de la tecnología es considerada como sustituto, sea de falo conyugal cuando lo lleva la señora, sea de centímetros propios cuando lo lleva el caballero. El españolito medio aplica la propiedad generalicia (nota para lectores extranjeros: esta propiedad no existe oficialmente) y, por tanto, todo aquel que plantee discretamente la posibilidad de sentirse atraído por la posibilidad remota de, si acaso, interesarse por la futura compra en un futuro muy lejano de un Cayenne, pasa a ser un genuino pichacorta. Imagínense lo que se dirá del que ya lo tiene…


La tiene pequeña (la rueda de repuesto, supongo).

Pues sí, yo soy un pichacorta y me quiero comprar un Cayenne. El de 8 cilindros atmosférico, cambio automático, color verde oliva metalizado, con cuero negro, madera oscura y ruedas mixtas de serie. Vamos, el ideal del pichacorta (porque cuando compras el modelo tuneado carísimo pasas a ser futbolista, lo cual es mucho más respetable, por lo visto). La opinión general será que no compro el Turbo porque no me llega; lo compro automático porque no sé conducir; pongo ese color porque soy un hortera y me creo que así va más campestre; el cuero resbala, da calor en verano y frío en invierno; la madera es de horteras; las ruedas mixtas son de tontos si, total, nunca saldrá del asfalto; etc…


Helo aquí, el mío.

También tengo un descapotable, que generalmente provoca reacciones parecidas entre el pueblo llano conductor de compactos de gasoleo y un aspecto supuestamente deportivo. Ya me dirán dónde voy con ese descapotable, quiero y no puedo por ser poco potente, mucho menos útil que un Opel Astra cdti, faltaría más… Sólo dos plazas, sin maletero y encima con esa tapicería de cuero que, repitamos todos a coro, da calor en verano, frío en invierno, resbala y es delicada de cuidar. Y es que mejor me habría comprado un Seat Córdoba, y así dejarme de andar presumiendo por ahí.

BMW va a sacar dentro de nada lo más de lo más en vehículos extraños: el X6.


Cosa rara.

Este engendro es una especie de todo terreno coupé de 4 puertas. Vamos, como si alguien hace una paella dulce y helada. Un mix a priori imposible, pero hace tiempo nadie pensaba que se pudiesen hacer espumas de sabores, o ensaladas líquidas, y ahí están en muchos restaurantes. El X6 será, desde el principio, el coche del Sr. Micropene. Inútil en el campo, con poca capacidad de carga, demasiado grande por fuera, no muy amplio por dentro, gastón, con prestaciones discretas para su potencia, y encima caro. Sin duda, un coche “de constructor venido a más” (especie en extinción, por otra parte). Pues a mí no me disgusta, y si cumpliera para lo que yo quiero un coche grande, no tendría ningún inconveniente en planteármelo. Es un coche que ni va a ser malo ni va a ir mal, por tanto, gustando y pudiendo pagarlo… sería como querer beberse una Orval y tomarse una Cerveza Alemana Dia% por discreción, o poner una lámina comprada en Carrefour en lugar de un cuadro “de verdad” para que nadie te diga nada si van por casa.


Mucho mejor en este, dónde va a parar.

A veces quiero creer que estas cosas van cambiando, pero la verdad es que si lo hacen, lo hacen despacio, muy despacio. Y lo pistonudo es que, con tanta obcecación por el tamaño del miembro del vecino, tanta infelicidad y envidia encubierta en el supuesto tamaño del falo propio, se llegan a decir absurdeces tan cómicas como la de uno de cierto foro, convencido de que un Cayenne no era capaz de seguir a un Kia Picanto (no puedo llamar coche a semejante basura) en una carretera de curvas… o que ese mismo Cayenne no era capaz de seguir a un Mitsubishi Montero en el campo. No me voy a poner aquí a comentar maravillas del Porsche. Eso ya lo haré cuando lo haya probado bien en asfalto (en campo ya he visto de lo que es capaz). Además, es inútil. Probablemente quien lee esto tiene la suficiente capacidad intelectual como para imaginarse que un producto fabricado y vendido por Porsche, sea como sea y haga lo que haga, no puede hacerlo mal. Porsche ha querido hacer un todo terreno puro: aquel que va muy bien por el monte y muy bien por la carretera. Evidentemente lo ha hecho. Que las señoras teñidas de rubio de los barrios ricos lo usen para ir de compras a gastar el dinero de sus maridos… es irrelevante y no afecta en absoluto a la calidad del producto. Que yo me compre uno, alguien manifieste sus opiniones desde un, por ejemplo, Fiat Bravo, no me provocará pena por la ignorancia que le abruma. Creo que provocará primero un despiporre absoluto, e inmediatamente después una cierta indiferencia, aderezada por un cierto asco (si la indiferencia fuese absoluta, no podría dedicarle al ser infeliz unas dosis de asco, tan agradables siempre de emitir).


En realidad no sirve para nada.

Recuerden: si creen estar demasiado dotados, cómprense vehículos supuestamente inútiles (otro día habrá que hablar de lo que significa la palabra “útil” y sus diversas aplicaciones), caros y grandes. Además, no estaría mal si fuesen a comer a buenos restaurantes, a dormir a buenos hoteles, si comprasen buenos vinos para tener en casa, si comprasen arte, o relojes de excepción, o hiciesen cualquiera de esas cosas que, para muchos (la mayoría incapaces de alcanzarlas por vía pecuniaria), se hacen con el objetivo clásico de España: presumir. A toda esa gente quiero dar un mensaje: perdón por existir (perdón por el tocho).
 
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