El otro día bajé a por pizzas para cenar al centro comercial
que hay delante de casa, en Bangkok. No llevé el teléfono, lo había dejado
cargando en casa. Tras hacer el pedido en la pizzería, pensé en leer algún foro
en Internet, pero me di cuenta de que no podía. Entonces salí a darme un paseo
por allí mientras terminaban mis pizzas. Vi un perchero hecho con tuberías y
quise hacerle una foto y compartirla, pero tampoco podía. Pensé entonces no ya
en cómo era la vida antes del smartphone, sino incluso antes del móvil. Típica reflexión pre-pizza.
Miré a mi alrededor y vi al menos seis personas sentadas de
forma aleatoria en los bancos de por ahí, todas ellas mirando sus teléfonos.
Quise hacerles una foto para compartirla en Facebook, en plan reflexión y tal,
la tecnología que nos aísla y demás lemas, pero es que tampoco podía hacerlo.
Se me ocurrió pues escribir un texto sobre ese asunto, pero no tenía con qué
tomar notas.
Subí las escaleras, en la planta superior vi más gente.
Quienes no cenaban, estaban enfrascados en sus teléfonos. Bajé a la pizzería,
estaba mi pedido casi listo. Tres comensales que allí cenaban, tres móviles
ocupados. Miré la pantalla de los pedidos, ponía Fecha, Nombre, Proceso del
pedido… En nombre ponía mi nombre, se me ocurrieron varias variantes a poner la
próxima vez que pida allí pizzas, para poder reírme un rato, hacer la foto y
compartirla. Mr. T, Mr. Universo, Mr. President, Mr. Mómetro… De todas formas,
no llevaba el teléfono, con lo que tampoco lo habría podido hacer.
Salí fuera. Llamé a un taxi y cuando se acercó, su molona
matrícula… ah, no, que eso no es de aquí. Caminé hasta casa y, parado en un
semáforo, lo vi: un magnífico Mercedes CLS nuevecito. Cada vez me gusta más.
Detrás venía un Honda Civic de los ultimísimos, de esos que por aquí anuncian los
grandes carteles como “the all new”, muy parecido al que tenía yo en el garaje
salvo que el de la calle bien debía de ser el más alto de gama, no como lo mío.
No parece un Civic, visto de frente y con esa anchura bien podría pasar por un
Accord. Ciertamente el coche impone, dentro de lo que cabe.
Todo esto, que no tiene nada que ver, me sirve para rellenar
un poco el hueco, y no porque no tenga mucho que decir sobre el coche, sino
porque… bueno, en realidad no tengo mucho que decir.
A la puerta de casa, lugar habitual de fotos en Bangkok
Empecemos por fuera: el coche es realmente extraño. Que no
sé si me gusta o no, que tampoco sé exactamente lo que es. Es como un coche
alargado y achatado, con morro ancho y trasera rara, que no es compacto sino
berlina, aunque no lo parezca y, en general, más feo que la muerte negra. O
quizá no. Con alerones y faldones sportivos ya la cosa se sale de madre.
Lo cierto es que estas formas extrañas luego dejan un
espacio interior bastante amplio. Ya mi anterior Julay Elantra tenía una
especie de forma oval sin morro ni trasera, pero en formato berlina. En este
Honda me parece que se va un poco más allá en ese concepto en lo que es el
culo, pero el morro vuelve a parecer un coche, no una furgoneta aplastada. Y
eso es bueno. Y es bueno porque, al volante, curiosamente se ve algo del morro,
sin tener esa sensación de adivinar dónde termina el coche por cómo llevas los
pies.
El espacio trasero es más amplio que en el Hyundai y, pese a
ser un coche bajo, las formas no hacen imposible poner sillas de niños en los
asientos traseros. Delante, se siente también espacioso y bien aprovechado, sin
necesidad de llevar dos metros de salpicadero por delante. La sensación general
es de “me gusta”, cosa curiosa. Ya el anterior Civic sedán (mejor dicho, los
anteriores) me había parecido un coche agradable, este modelo nuevo lo mejora.
El coche es suave, la dirección está muchísimo más
conseguida que la del Renault Kadjar (del que hablaré más adelante), resultando
tan suave como directa en parado, así como no excesivamente firme en
movimiento. A bajas velocidades resulta un coche muy silencioso y suave, pero
por desgracia eso se acaba cuando se le pide algo de vidilla al motor. Y es que
aquello estira mucho, pero no anda nada. Que tampoco gasta mucho, al contrario
que hacía el Hyundai, pero no anda. Y no sólo eso, sino que se siente
tremendamente áspero.
Otro detalle curioso era la constante necesidad del motor de
arrancar una bomba adicional, o algo por ahí metido, cada unos 30 segundos,
para imagino mantener el aire acondicionado o a saber. Molesto, ciertamente,
sobre todo al aparcar. No por afectar al motor, sino por el ruido.
El coche venía equipado con una sola cosa llamativa: un
sostenedor de freno. Un botón que, al apretarlo, mantenía el freno pisado desde
el momento en el que te parabas por completo. Eso es muy útil en atascos de
paradas largas, típicos de Bangkok. Uno llega, frena, para, suelta el pedal… y
el freno sigue activado (incluyendo las luces de frenado). Para volver a andar,
un leve pisado de acelerador y todo vuelve a la normalidad. Muchísimo mejor
sistema que la miseria del asistente en cuesta (asistente para calar el coche)
del Renault Kadjar, del que prometo que hablaré más adelante.
Por lo demás, era un modelo básico al extremo, lo que es de
agradecer de vez en cuando porque te recuerda que los coches básicos también
cumplen. Caja automática de velocidades desconocidas y sin posibilidad de uso
manual, tapizado de puertas traseras en plástico (las delanteras tenían algo de
tela), volante de plástico, ningún automatismo, ninguna cámara. Todo muy bien,
todo ello con un tacto sorprendentemente sólido. Pero vamos, que sí que eché de
menos las pijadas que sí tenía mi Julay (y que tiene mi Nissan Gloria de 14
años).
Parco en consumos, suave, amplio, bien terminado, de tacto
duradero, bajo, ancho, cómodo… porque esa es otra, el coche se sentía bien
cómodo en los baches, sin sensación de ir sobre una tabla, y sin inclinaciones
raras en curva. Un momento, ¿quiere decir eso que me vuelvo a las berlinas
después de mis amores por los SUV? Pues mucho me temo que, como todos los SUV
baratos sean como el Renault Kadjar, del que ya hablaré si eso más adelante,
sí.
Y, como no creo que este coche hecho en Tailandia llegue a
venderse en España, con lo que poner precios tampoco es que parezca
interesante, voy a comentar ahora el drama que supone ir al aeropuerto con tres
escenas costumbristas.
La primera, imagen que pueden ver aquí arriba, nos muestra
lo que viene a ser el arrancar en un semáforo en Bangkok. Que para quien esté
acostumbrado no supone dificultad, pero sí que es curiosa la cantidad de motos
que se acumulan a los lados de uno y cómo se cruzan sin parar. Sumado al hecho
de ir por el otro lado, es comprensible que el turista medio se asuste. La
clave está en no moverse, ir recto y aguantar que la cola en la que estamos sea
siempre la más lenta. Colitis lentera, esa es mi especialidad allí, no doy una.
En esta otra vemos dos curiosidades. Una es el Peugeot 306
sedán que inexplicablemente circula por Bangkok. La otra, mucho más habitual,
es la certeza de que de ahí hasta el Sofitel So Bangkok, que es el edificio
marrón del fondo a la izquierda, bien se pueden echar 20 minutos. Eso, cuando
tienes que estar en el aeropuerto a una cierta hora, también provoca estrés al
turista medio. La clave, nuevamente, está en tener la fe de que la autopista
alivie el atasco. Cosa que, si es día laborable hacia las 5 de la tarde, no va
a suceder.
Finalmente, cuando ya hemos logrado alcanzar la autopista y antes
de que lleguemos a la cola del peaje (cola de al menos dos kilómetros de
longitud), el azaroso turista se encontrará con la magnífica señal que les
expongo en la siguiente y última imagen.
Efectivamente, al hecho de que todo lo grande esté escrito
en raro, se une esa incertidumbre sobre la localización del aeropuerto. ¿De
frente? ¿A la izquierda? ¿De frente y para la izquierda? Es todo un horror porque
la siguiente señal que indica “aeropuerto” es un cartelito pequeño puesto en la
valla izquierda, ya dentro de la salida que has de tomar, sea cual sea esa
salida. Y también es un horror porque todo va a Chaeng Watthana y (que no “o”)
Din Daeng. Al final, si uno tiene suerte y se ve el coche de algún hotel, se le
sigue y se reza a quien sea para estar en la vía correcta. Porque si no lo
estás, y si hay tráfico, el resultado puede ser catastrófico pese a llegar al
aeropuerto igualmente: se va por una carretera por debajo o por los laterales
de la autopista, sin posibilidad de salir de ella hacia esa dichosa autopista.
Nota: hay que salir a la izquierda por esa salida. Pero no
por la salida que hay justo tras la señal, no, sino por la que hay un kilómetro
más allá, como indica el cartelito azul de arriba.