miércoles, 30 de septiembre de 2009

Todo mal

¿Y no me lo podrán pasar un poco? Efectivamente, como el que va a comer una fabada y la pide sin alubias por problemas digestivos, eso mismo me preguntó el otro día alguien al respecto del pescado crudo de un restaurante japonés del que ya he hablado aquí. No se puede hacer peor.

Como una cerveza con chile, cuyo primer trago sabe a cerveza mala, el segundo pica, el tercero es imposible de beber, y a partir del cuarto ya sabe a pimiento. Como uno de esos somieres ondulados de IKEA y sus colchones de materiales extraños que te obligan a dormir en escorzo. Como cualquier actividad neurológica en el cerebro de un político.















Chili beer, ver aquí para una excelente cata en inglés.

Todo mal.

Me incorporo a la autopista, voy detrás de una Kangoo y un Audi A4 dorado con cristales negros. El carril de aceleración se incorpora como carril adicional. Vamos a poco más de 70 km/h y el Audi no se decide a adelantar. Pasado un tiempo prudencial, acelero y me paso al carril central para adelantar, instantes antes de que el Audi decida hacer lo mismo. Miro por el retrovisor, no viene nadie, me paso al izquierdo. Al instante, un asqueroso Skoda Octavia TDI se me pega a la trasera, y veo cómo su estresado conductor hace gestos extraños, parece querer decirme algo (seguramente algo no muy cortés), y me da luces. Intento dejarle pasar, pero a mi derecha el Audi sigue ahí, pues ahora ha decidido acelerar y correr. Al final, dado que me niego a reducir a tercera y dejarles a los dos a la altura que se merecen pues voy descapotado y a mi lado llevo una niña pequeña recién salida del cole, opto por admitir insultos y dejar pasar al Audi por la derecha y al Skoda casi por el arcén, recibiendo una sonora pitada. Menos de un kilómetro más tarde, yendo yo a la misma velocidad, vuelvo a adelantar al Audi. Un rato después, el Audi me vuelve a adelantar, esta vez a toda velocidad. Sí, como lo están imaginando, no pasan cinco kilómetros hasta que vuelvo a adelantar al Audi, y todo esto en una autopista bien cargada de tráfico. Yo sigo circulando a 100 km/h.














Triplaza


Ahora voy solo, a una velocidad cercana al límite de la autopista. Veo dos coches bastante más lentos allí adelante, uno gris y otro rojo que va detrás. Circulan muy pegados el uno al otro, realmente muy pegados. En previsión de la jugarreta, levanto ligeramente el pie y les adelanto haciéndome ver. Sigo mi camino, no pasando más de dos minutos hasta que el coche rojo, pilotado por una de esas mujeres que conducen asomadas por encima del volante, me adelanta a una velocidad verdaderamente considerable. De nuevo, unos kilómetros más allá, siguiendo yo a mi misma velocidad, la adelanto.

Salgo de la autopista y me incorporo a una carretera comarcal, carretera estrecha y con alguna curva que otra, que me llevará a mi destino. He preferido ir por aquí, pese a ser más largo el trayecto, precisamente para disfrutar de esas curvas. Por desgracia, delante de mí circula un Ford Escort a la velocidad absurda de 30 km/h. Tras él, un chaval con la L de novato en un Passat parece desesperarse. No sabe si podrá adelantar o no, le da miedo ponerse a ello en un hueco corto y cuesta arriba, y con muy buen criterio se mantiene tras el Ford. Llegado el punto de adelantamiento, acelero desde segunda velocidad y me quito a los dos de delante. El chaval del Passat me ha dado paso claramente. El señor del Escort entiendo es familia de otro personaje que me encuentro otro día en otra carretera. Sí, ese que circula a 76 km/h de velocidad constante, al que adelantas por fin en cuanto tienes un hueco, pero que te alcanza al final de cada travesía que tiene la carretera. ¿Por qué? Porque lo hace mal, todo mal. Lento en tramos abiertos, excesivamente rápido en tramos urbanos. Y lo peor es el festival de aspavientos con el que me premia cuando consigo encontrar un hueco en el que adelantarle, en segunda velocidad y a 7.600 revoluciones por minuto. Estoy absolutamente seguro de que no se esperaba el adelantamiento. Por descontado, tampoco lo ha facilitado circulando a la derecha de su carril, faltaría más.














Las Nacionales no son siempre así.


De vuelta a la autopista, esta vez circulo a una velocidad relativamente elevada. Voy adelantando sin problemas, y alcanzo a un Seat León negro conducido por una chavala. Voy descapotado, la adelanto, ella va bastante más despacio. Primer túnel, bajo mi velocidad hasta una similar a la máxima del mismo. El Seat León me adelanta a su ritmo y en su mundo, sin encender las luces. Salimos del túnel y acelero hasta mi velocidad de crucero, alcanzo nuevamente al León, pero su conductora acelera y no me deja adelantarla. Bien, que siga así, allá ella. Entramos en el siguiente túnel, yo bajo el ritmo, ella no, y ella sigue sin encender las luces. Tres túneles de distinta longitud siguen a continuación, y llego a la conclusión de que ese modelo de Seat León no incluía el botón para encender el alumbrado.

Llegando a Siero, conduciendo yo el coche de mi madre, dos chavales con sendos utilitarios “rally” me adelantan. Van pegadísimos el uno al otro, siendo obligado a pisar el freno constantemente quien va detrás. Bajan su ritmo hasta 90 km/h, les alcanzo y me dispongo a adelantar. Lo hago con el que va detrás, pero el que va delante me mira con los ojos fuera de las órbitas y acelera, impidiéndome adelantar. Cuando me voy a echar a la derecha dada la imposibilidad del adelantamiento, el que venía detrás acelera igualmente y “me quita las pegatinas” por la derecha. Lo mismo sucede otras tres veces sin que yo tenga que variar mi velocidad. Voy con el coche de mi madre. Es todo tan ridículo como el motero que impresionó a un primo mío en un semáforo a golpe de acelerador. Mi primo iba en bici y con una tabla de surf debajo del brazo. Tan ridículo como los que me buscaron un pique (o pike, si se habla con la K, komo acen ellos) desde su Citroën C3 de color mierda, estando en un atasco.













Racing...


Justo antes de una salida de autopista, un Seat León amarillo me adelanta a muy buena velocidad, buena por elevada. En los metros en los que el carril de deceleración de la salida va paralelo a la autopista, adelanta a otros dos coches que ya se han salido, pasando el León casi rozando los bolardos plásticos verdes para, efectivamente, salir de la autopista en dirección a su barrio de las afueras de la ciudad. Bravo, lograste la pole. Ahora clava tus frenos ridículos en relación al tamaño de tus llantas en la rotonda.

¿Todo mal? Más o menos sí. Hay también casos particulares que todos hemos debido sufrir, como aquellos que llegan por detrás en las autopistas a velocidad más elevada y se quedan detrás, a rebufo, buscando el efecto vela, por ejemplo. Me ha pasado de ir a 110 y ver venir a uno por la derecha, ver que no se pasa a la izquierda para adelantarme pese a estar solos en la autopista, confirmar que se queda detrás de mí aunque no haya ninguna salida cerca, circular así durante varios kilómetros, bajar mi ritmo hasta 90 para ver si con esas me adelanta, constatar que no, seguir así otro rato más o menos largo observando que el conductor ni va hablando por teléfono, ni mirando un mapa, ni nada. Hasta que de repente, por motivos seguramente cercanos a la metafísica matricial de la elongación viril del ornitorrinco, pone el intermitente (en el mejor de los casos), y me adelanta desapareciendo rápidamente en el horizonte. Es magnífico.















Pero si hay un caso realmente sorprendente es el del Renault Megane Classic. Decía Clarkson el otro día que la gente sin interés por conducir no debería de hacerlo, pues si no tienen interés, seguramente no tengan ninguna intención de hacerlo bien o de mejorar o aprender. Esa gente es muy fácil de identificar, ya que suelen llevar coches de nulo atractivo. Uno de ellos es el Renault Megane Classic. Retirándolos de la circulación o creando vías para ellos, todo sería mucho mejor, aunque estas soluciones sean quizá un poquito radicales (pero sólo un poquito).













Definitivamente quiero uno.

Como digo, el caso del Renault Megane Classic es sencillamente espectacular. No he visto aún ninguno que no lo haga todo mal. Yendo más lejos, me atreveré a decir el color más peligroso de dicho modelo: ese verde clarito metalizado. No importa la generación del Megane, sus conductores son todos iguales. Iguales de malos, claro. Circulación torpe en ciudad, inutilidad en las autopistas, velocidades absurdas en las nacionales y comarcales, nulo interés por lo que sucede a su alrededor. El domingo pasado, sin ir más lejos, veo aparcado en mi cuneta un Renault Megane, con el morro prácticamente fuera y en sentido contrario. ¿Cuánto va a que es un Megane Classic? Efectivamente, no fallé, lo era. Y es que uno no puede fallar cuando juega sobre seguro, y en una torpeza absoluta en carretera es más seguro apostar por un Megane Classic que por el Real Madrid en un partido contra el Oviedo.

















Yo ya paso del tema. No merece la pena sufrir estas cosas. Las comento a modo de artículo por volver a escribir algo sobre circulación o seguridad vial. No espero que nadie aprenda de ello, porque yo ya no espero nada de nadie adulto en la carretera. Como dijo alguien en una ocasión, circular por la autopista es de mamarrachos. Claro que él va en un Lotus Elise. Anda, Lotus Elise, ya tengo tema para el próximo artículo. A ver si, de paso, alguien me deja un Renault Megane Classic para probar, por si acaso es tema del coche.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Hotel High-Tech Villamagna

Elegir un hotel no siempre es sencillo, y menos cuando nos movemos en esas categorías indefinidas de supuestos o no supuestos cuatro estrellas, relativamente modernos o “de diseño”, y de tamaño tan mediano como sus precios. Hay muchos, quizá demasiados, y todos son iguales.

Creo que ya lo puedo certificar: todos son iguales. Los hay con más piezas extrañas, los hay con mejores restaurantes, los hay incluso con parking (pocos, muy pocos, y todos con parking de pago). Los hay más nuevos, los hay más ajados. E incluso los hay con neones debajo de la cama, algo que te obliga a decidirte nada más verlo.


















Durante los festejos exhibicionistas del Gay Pride madrileño, me alojé una noche en el hotel con el nombre más indefinido de España: Hotel High-Tech Petit Palace Castellana Villamagna, o algo así. Me van a disculpar que no me ponga a buscarlo, pero es que el batiburrillo de información sobre el mismo establecimiento con distintos nombres (y todas las combinaciones posibles de esa serie de palabras), le quitan a uno las ganas. Sí, ese hotel tiene neones azules bajo las camas, algo que a partir de ahora considero como la maravilla de las maravillas y que quiero instalar en mi casa, aunque me temo que todos los trastos que se suelen guardar bajo las camas enormes hagan sombras extrañas, y mi parquet seguramente no absorberá la luz como la moqueta oscura del hotel. Será cuestión de probar.


















Los del Gay Pride.

Como les digo, todos estos hoteles son iguales. Los hay que están impecables, porque son nuevos, y los hay que no, como es el caso de este Petit High-Palace Tech Villallana Castemagna, cuatro estrellas. En una de las calles que rodean al Hotel Villamagna, auténtica vaca sagrada de la hotelería de superlujo madrileña con toque setentero-ochentero, perpendicular al Paseo de la Castellana, el hotel se construyó dentro de un edificio de oficinas, u ofidicio de edicinas, como acabo de escribir hasta que el Word me ha avisado de que no voy correctamente. Esto hace que la distribución interior sea algo extraña, con un restaurante sin ventanas situado en el sótano, algunas escaleras en el hall, un par de ascensores paralelos, y estrechos pasillos en L que llevan a las habitaciones. Habitaciones que disponen del típico ventanal amplio de aluminio, y que son, por qué negarlo, realmente bonitas.

El hotel se ve algo ajado ya, con manchas de roces en las paredes, una moqueta que en ciertos puntos está en las últimas, una especie de escultura-mural en el hall que no sabes si es así o si le faltan piezas, una recepción algo desordenada… Podría dar la sensación de falta de limpieza, pero no creo que sea así, y apunto más a una falta de mano de pintura, algo que por experiencia sé que transforma cualquier hall o pasillo.














La zona es tranquila, pese a las obras de la calle Serrano y a las del propio Hotel Villamagna. De todas formas, esas obras tendrán que acabarse algún día. Sí puedo decir que no aprecié ruido de tráfico o de gente vociferante, y eso se agradece. Sin embargo, y pese a que el hotel tiene un acceso sencillo en coche, el coche habrá de ser dejado en un parking público de las proximidades.

He dicho que la habitación era bonita, porque lo es. La moqueta oscura, las paredes forradas en marrón, los muebles rectos, la decoración totalmente aséptica y sin motivos específicos, líneas rectas, una cama centrada… Y un gran escritorio con una televisión plana, todo el papeleo típico de los hoteles, y un ordenador portátil a disposición del cliente. Bueno, portátil porque tiene forma de portátil, ya que en realidad está bien atado a la pared con el conveniente candado. No lo utilicé, de todas formas, prefiero usar el mío propio.

















La cama me resultó perfectamente cómoda, incluyendo las almohadas. Desconozco si por la propia configuración del edificio o por qué otro motivo, pese al sofocante calor no tuve que poner el aire acondicionado a lo bestia, y pude dormir tranquilo. Pero lo importante de la cama son los neones que iluminan sus bajos. No me resultó fácil aclararme con los interruptores, pero en cuanto di con ello… ¡qué maravilla! La sensación es de flotar en una especie de OVNI mientras, tumbado en la cama, se hace lo que se tenga que hacer. La luz azul se difumina en la moqueta, y si se apagan todas las demás, deja de verse el suelo. Definitivamente quiero eso en mi casa.














El punto negativo de la habitación es el cuarto de baño. Habrá quien diga esto por el hecho de tener tabiques de cristal, de que para aislarlo de la habitación haya que correr una veneciana que deja al aire el tabique de cristal transparente (por lo que el aislamiento es relativo), de que a uno le tengan que ver cómo se ducha. Bueno, si se va solo no veo problema, y si se va en pareja a un hotel, la verdad, tampoco veo mucho drama ya que, entiendo, se ha dormido con esa persona. Y dormir sobre neones azules obliga a compartir más actividades de cama que el propio sueño, creo yo…

Dejando de lado que sigo sin acostumbrarme a habitaciones dobles con un solo lavabo, me queda claro que la bañera/ducha de las habitaciones de este Palace-Tech Petit-High Castma Villamagallana ha sido diseñada por el enemigo. Sobre el borde de la bañera han colocado una especie de meseta en material sintético, a modo de alero o similar, como intentando cubrir la bañera dándole un toque de líneas rectas más moderno. No es mala idea, pero además de tropezarse uno al entrar y salir, ese alero crea balsas de agua considerables y auténticos estanques entre la pieza y la pared de cristal. Uno se ducha y siente la necesidad de retirar todo esa agua para secar lo que, irremediablemente, se moja y queda sumergido. Y eso no es plan. Es una cuestión de mala ejecución de la obra, nada más, pero que no me explico que siga así. Por otra parte, los productos del baño me parecieron correctos, sin más, como correctas eran presión y temperatura del agua, las toallas, etc…


















No probé el servicio de habitaciones ni el minibar (estaba convencido de que era gratuito, pero resultó que no), pero sí bajé a desayunar. Y nunca mejor dicho lo de bajar, pues hay que ir al sótano, a una sala pequeña y sin luz natural, atendida por un camarero más o menos ausente pero de trato muy agradable. Como el desayuno buffet me parecía caro y excesivo, opté por un continental. Un zumo correcto, un chocolate que creo recordar era Cola-Cao de sobres, una bollería correcta… nada que destacar, algo rápido y sencillo con lo que empezar el día y salir a lo que se tenga que hacer. Definitivamente, no me pareció el desayuno del turista vacacional, y tampoco el buffet sugería eso. Poco más de cinco euros por un desayuno continental en un hotel en Madrid me parece un buen precio, más si lo comparamos con otros hoteles incluso de ciudades pequeñas. No creo que merezca la pena pagar el buffet si no se tiene incluido en el precio de la habitación.

Una salida correcta, una factura bien presentada, una recepcionista muy agradable y un ningún problema (al menos en mi caso) para guardar la habitación hasta un poco más tarde de la hora habitual de salida. Y todo por un coste que apenas pasó de los 100 euros.














En definitiva, un hotel correcto, bien situado, agradable… pero que no veo para el viajero turista, sino más bien para una noche rápida y un uso “ejecutivo” de las instalaciones. Ejecutivo de ejecutar lo que se tenga (o a quien se tenga) que ejecutar. No voy a repetir, como suelo hacer en este tipo de hoteles, pero no por ello voy a dejar de recomendarlo, aunque sea sólo por los neones azules.

High Tech President Castellana, o como parece que lo llaman ahora, C/ Marques de Villamagna, 4, Madrid. Por lo visto, tiene restaurante gastronómico. Se ve que me lo perdí, en beneficio de un sitio llamado Barriga Llena, antro mejicano simpatiquísimo cuya web dice “la panza es primero”. Y es que, seamos realistas, ni los propios hoteleros creen en sus restaurantes gastronómicos de sus hoteles de cuatro estrellas.
 
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