martes, 26 de junio de 2007

Cuando una mala cerveza se convierte en una buena cerveza

Lo siento, no soy un integrista. O mejor dicho, he dejado de serlo. Mi relación con la cerveza comenzó teniendo ya mis 17 ó 18 años, con una Lambic belga de frambuesa que, sinceramente, ahora sería incapaz de tragar. De ahí pasé a mi añorada Tusker keniata, de la que sólo pude probar un botellín en una mítica cervecería ovetense.















No es que sepa mal, es que no he vuelto a encontrar el momento en el que me apetezca.

Durante años, bebí cientos de cervezas Ale belgas y desterré a las Lager nacionales o extranjeras. Bueno, errores de juventud. Si bien es cierto que el aroma y el gusto de las Ale extrafuertes belgas es algo que me gusta y que siempre me ha llamado la atención, la verdad es que diversos problemas estomacales me han hecho absolutamente incompatible con esas cervezas. Si ya antes no las terminaba, a día de hoy no creo ni que las medie. Bueno, algunas trapistas casi me las termino, pero no deja de ser un poco “patético” para el aficionado medio internacional el no tomar dos o tres. Hablo de marcas como Judas o Delirium Tremens para las belgas extra, y Orval o Rochefort como trapenses (que en realidad son pocas más). Lo siento, a día de hoy a penas puedo beber alcohol.

Como dije, aquellas Lager quedaron olvidadas en las estanterías de las tiendas y cervecerías de turno. Sin embargo, un año viviendo en la Costa del Sol me hizo habituarme a las cervezas frescas y ligeritas que tan bien entran con aquel clima. De ahí pasé a la Mahou, de preferencia Clásica, que se ha convertido hoy en día en una de mis cervezas favoritas. Y es que, como siempre he dicho, mi cerveza favorita depende del lugar y del momento. Por cierto, no lo he mencionado… tengo unas 600 botellas diferentes en mi colección, todas bien vacías.
















No te pongas chulito, que yo tengo más y mi foto en Google no sale con el título "freak1.jpg"

En mi nevera procuro mantener una selección de cervezas frías, pues nunca se sabe. Así, intento tener alguna Stout, alguna Ale británica, alguna Ale belga, y la Lager ligerita de turno. La de estas semanas (tampoco es que beba mucho) es una Bud americana. Y lo digo sin pudor alguno. Cuando uno habla en foros sobre cervezas, hay ciertas casas que son innombrables, como sería hablar del Julay Coupé en un foro de Honda S2000, por ejemplo. La cervecería Anheuser-Busch, perpetradora de la Bud, es probablemente la gran innombrable de todas. Como decir Coca-Cola en una cata de vinos… ¿Seguro? No lo creo.

Cierto, es una cerveza basada en el arroz. Vale, no tiene casi aroma a lúpulos diversos, no tiene cuerpo, y es un producto muy muy industrial. Sí, su nombre deriva de un producto excelente y reconocido como es la Budweiser Budvar checa. ¿Y? Esta cerveza tiene dos momentos en los que brilla como un diamante de la joyería Wempe en una pedida de mano:

- Calor, mucho calor, y apetencia por una cerveza ligera.
- Bar americano de cara a beber mucho, oyendo country, comiendo grasas, con un chevy a la puerta y gente con sombreros puestos dentro del local, señoras de pelo cardado, neones en las paredes y suelo de parquet.

Pero además podemos añadir un momento más, y es esa cena en casa tranquilamente viendo la televisión, en el sofá, comiendo un sándwich o algo ligero, con una cerveza a mano también ligera, con la que conseguir esa sensación de “ausencia de realidad” sin llegar a niveles de “pedete lúcido”. Esa cena tan íntima y a la par guarrindonga que sirve para olvidar problemas personales. Que relaja aunque en la tele no den más que basura. Esa cena tras la que te quedas un rato en el sofá, te levantas a recoger, miras por la ventan a la calle, vuelves al sofá, y todo parece haberse diluido… Esa cena que, además, sale por dos duros y al final acaba cayendo mejor que la elaborada con invitados.

















Que tampoco se trata de ponerse así... no se vayan a creer....

En ese momento no buscas una cerveza que te obligue a apreciar lo que te da. No necesitas complicaciones, de la misma forma que a tu sándwich no le hace falta un crujiente de frutas del bosque en reducción de cebolla caramelizada al foie de pichón cebado en Armagnac. Jamón York, queso, mantequilla, pan de molde y a la plancha, nada más. ¿Por qué complicarse con cosas raras? Cierto, esa cena es perfectamente acompañable por una Guinness, o por una Hoegaarden blanca, o por una Franziskaner. No es que sean éstas unas cervezas especialmente exóticas o ultra-exquisitas. En realidad son cervezas normales y corrientes, con un determinado estilo, pero como podría ser una San Miguel (como lean esto los integristas de la Guinness… me ahorcan). ¿Por qué no probar otras cervezas de este estilo? Es ahí donde entra la Bud. Donde podría entrar una Coronita mejicana, o una Brahma brasileña, o una Quilmes argentina. Parafraseando a Manuela Trasobares… "per què no?"














Qué terrible, yo hablando de eso...

De cualquier forma descuiden… la próxima vez que pase por el pub Cricketer a tomar una cerveza, caerá una Beamish Red. Y cuando vuelva por el mejor pub inglés de fuera de Inglaterra, como es el Frog-&-Rosbiff parisino, caerá una Insane de esas medio tibias que tanto me apasionan y que tan bien hacen en ese local. Pero en casa, y a veces, pónganme una Bud en la nevera, por si acaso.

miércoles, 20 de junio de 2007

Rolls Royce Phantom, el mejor coche del mundo.

Lo que viene a continuación sucedió una mañana de domingo del pasado mes de Febrero. Había terminado de trabajar a eso de las 3 de la mañana, por lo que me fui a comer tranquilamente. ¿Seguro? Pues no, porque desde hacía 3 días se esperaba la marcha de París de una princesa árabe y su delegación (toda una planta completa de un hotel). Y como era de esperar, sucedió lo inevitable: a poco antes de las 5 de la mañana, zafarrancho de combate, la princesa ha decidido irse.

¿Qué supone eso? Supone principalmente coordinar al personal disponible, a esas horas escaso, para ayudar en la bajada del equipaje que aún quedaba en el hotel (tres camionetas llenas de maletas y bolsas), así como coordinar la parte delantera del hotel para poder situar los coches del traslado. Para ello, el aparcacoches se llevó un Rolls Royce Phantom, y así liberó un espacio en el que metimos dos Clase E de la seguridad privada de la "señora".

Finalmente, a eso de las 07:35, Her Royal Highness Princess Maha Bint Ibrahim decidió que se largaba definitivamente. Venga, a decirle adiós y gracias, y al coche... Limusina S600, dos Clase E y un A4 en comitiva.

Pues bien, ¿y?

Que el Rolls Phantom se había quedado lejos del hotel (relativamente), había que traerlo, y allí estábamos dos, muertos de la risa floja, mirando con cara de cordero degollado al aparcacoches... Y allí fuimos, a por el Rolls. Eso sí, lo conduciría el "aparca".


Imagen no contractual.

El coche es acojonante. Vale, tengo el culo pelao de verlo, como quien dice. A fin de cuentas, los venden al lado de mi casa, y en el trabajo los tenemos muy a menudo.


Imagen no contractual.

Puesto al lado de otros es cuando uno se da cuenta de su tamaño. La verdad, visto solo no parece tan enorme, e incluso parece estrecho. Pero lo cierto es que es gigantesco. Sólo las ruedas ya ocupan lo que mi coche... Hablando de las ruedas, el logotipo de Rolls-Royce permanece siempre perfectamente vertical.


Imagen no contractual.

Abrimos las puertas... El coche en cuestión es gris oscuro, con interior casi blanco. Las puertas abren de forma muy ligera, relativamente. A ver, es un coche muy sólido, pero la cinemática de las puertas está tan lograda que éstas apenas requieren esfuerzo para maniobrarlas. Se cierran solas, de forma mucho más suave que las de cualquier otro coche que os imaginéis. Las manillas son tremendamente sólidas.


Pie de foto previsible...

Al abrir, llama la atención la luminosidad interior, conseguida por dos enormes lámparas en el techo, que con su color azul-piscina dan un ambiente impresionante.


Cortesía de Infocoches.


Idem.

Esta foto consigue la luz real del interior del Phantom en el que me paseé. Misma tapicería, mismo tono verdoso de la luz.

¿Subimos? A dentro.... El acceso de las puertas invertidas es perfecto. Aunque la foto sea de un LWB (batalla larga), da una buena idea de lo que explico a continuación: tanto al entrar como al salir, uno se da cuenta de que el coche ha sido diseñado para que los ocupantes de las plazas traseras sean asistidos en la apertura y cierre de puertas. Para cerrar desde dentro porque no es evidente de dónde tirar (el tirador está en el borde de la ventanilla, pero no lo parece, y la manilla de apertura de la puerta es eso, una manilla para abrir, por lo que al acercar la puerta esta quedará mal cerrada (lo cual no es ningún problema, pues el coche cierra solo). Para abrir y salir porque empujar una puerta hacia atrás no es nada sencillo, y tiendes a pegarle una patada a la puerta, al precioso tapizado... Pero vamos, nada grave...


Continuamos para bingo.

La vista desde el asiento principal (trasero inverso al conductor) es acojonante... dado que uno se sienta ligeramente por encima de los asientos delanteros.


Aquí puede ir su publicidad.

¿Arrancamos? Ah, que ya lo ha hecho....


Curioso, algo de plástico en este coche!

En esta foto se ve la zona de control del coche... por llamarlo de alguna manera. La llave es una pieza plástica muy sólida, que a modo de tarjeta se introduce en horizontal en la ranura. No se gira en ningún momento. Al introducirla, el volante se situa en la posición de conducir, retirándose al sacar la llave. Se pulsa el botón de arranque, y nada más..... ni un ruido, ni una vibración. Nada. Desde fuera se escucha el motor de arranque y un bramido inicial, para luego sentirse un murmullo muy discreto. Llama la atención la nula vibración del coche y lo compacto que suena todo. Pasamos la palanca a D... generalmente se siente un pequeño tironcillo cuando entra la directa, incluso en coches como la nueva Clase S. En este Rolls Royce uno no siente absolutamente nada. Tan sólo se sabe que el motor está arrancado por el cuentavueltas, y que está en D por el display situado encima de la columna de dirección. Diplay que no muestra la posición P, por cierto.


Imagen no contractual, ayer.

La suavidad del aparcacoches es extrema, y en nada salimos del aparcamiento para ir hasta el hotel. Imagínense... un domingo a las 8 de la mañana, nadie en la calle, libertad absoluta para no respetar ningún semáforo ni preferencias... dado que circulamos en Rolls Royce. Eso sólo se puede hacer en París, me parece a mí... porque sólo en París la gente está acostumbrada a ver comitivas de este tipo circulando con preferencia absoluta. El aparcacoches no se corta, y tras fundirse dos semáforos entramos en el frente del hotel. Pese al adoquinado, uno va en una nube.


El Rolls Royce, ayer.

Salimos del coche, pero antes un detalle... Desde el asiento trasero, mirando hacia atrás nos vemos reflejados en el espejo de cortesía. Sí, estoy bien peinado y el nudo de mi corbata va perfecto... listo para salir del coche. Y esto se hace con total privacidad, pues el montante trasero es tan grueso que oculta al pasajero, sin quitarle visibilidad.

El aparcacoches maniobra y aparca..... o mejor dicho, atraca el yate en el muelle. Aparcado junto a un Bentley Arnage, da un poco la risa... Da la risa porque el Bentley es realmente enorme, pero es que este Rolls Royce es brutal.

He tenido la suerte de montar en un Maybach 57S, en un Maybach 62, en un Silver Spur alargado, y en una limusina S600 de 4 asientos traseros, y..... cierto, el Maybach es gigante y perfecto en todo, pero no tiene ni de lejos la clase del Rolls; el Silver Spur es maravilloso, pero no tiene la calidad y los ajustes perfectos de este Phantom; el S600 es muy pequeñito en comparación.

En definitiva, es el mejor coche del mundo. O eso creí hasta que tuve frente a mí al Bugatti Veyron....

Rolls Royce Phantom, potencia "suficiente", precio "el justo y necesario (para que el fabricante gane dinero)".

martes, 19 de junio de 2007

Hôtel du Palais, este sí que sí.

Cuando era pequeño, los bombones de la confitería Peñalba de Oviedo tenían fama de ser, prácticamente, los mejores del mundo. Yo, que lo mismo comía un bombón de esos que un par de onzas de chocolate Milka, lo único que sabía es que me daba miedo entrar en aquel sitio. A ver, una confitería toda en mármol, con un aspecto más propio de un velatorio que de otra cosa, con mesas enormes antiguas cubiertas de cestas de bombones nada apetitosos, en la que atendían mal y con desgana… para un niño pequeño, aquello era el pavor más que la imagen clásica de la confitería agradable y familiar con aroma a obrador.

El proceso de venta era cuanto menos curioso. Digo “era” por no decir “es”. Desconozco si sigue igual. Uno se acercaba a un mostrador al final del todo y pedía. Allí le daban un ticket en papel escrito a mano, que se entregaba a un señor que estaba metido en un cuartito a la izquierda, desde el que se asomaba a través de una ventana a la tienda, todo iluminado por una luz amarilla tenue y vieja. Allí pagabas, y por otro lado te iban preparando el pedido, y tras recibirlo, 10 ó 20 minutos más tarde, te ibas atravesando de nuevo la frialdad del local con sus lujosas mesas. Dice mi madre que el paquete salía cerrado, por lo que no sabías nunca muy bien qué habías comprado hasta llegar a casa.


Amigos, esto es lujo... ¿creen que es feliz?

Pero aquello era considerado el lujo. Un sitio caro con muebles caros y gente desagradable, pero todos millonarios. Frialdad pura, nula relación personal, todos más ricos que el resto, todos mirándose por encima del hombro hasta casi el punto de chocar con el techo de lo altos que se ponían. El ritual de comer los bombones era similar, ya que al ser los más caros de la ciudad, debían de ser consumidos con solemnidad absoluta, prácticamente en capilla.

Yo de aquella era un retaco más preocupado por mis cochecitos de Matchbox, mi colección de disfraces, y poca cosa más. Y lo cierto es que aquellos bombones de Peñalba nunca me gustaron. Igual eran buenísimos, pero tanto rollo por un trozo de varios chocolates, como que no.

En la hotelería de lujo pasa más o menos lo mismo. Nombres clásicos como Ritz, Savoy, Palace… son hoy en día, en la mayoría de los casos, sólo unos nombres con los que adornar un establecimiento que vive de lo que fue hace muchos, muchos años. Hotel de lujo, dicen…. Establecimiento antiguo amueblado con objetos no ya antiguos, sino viejos. ¿Y qué les pasa a los objetos de decoración antiguos? Que a día de hoy nos hemos dado cuenta de que son sencillamente incómodos. Sofás verticales excesivamente altos, mesas altísimas, camas viejas, parquets que resuenan al caminar… Baños pequeños, lavabos con pie desfasados, grifos incómodos… Cualquier cosa menos confort. Pero claro, estamos en un establecimiento clásico y de lujo, o sea, toca vivir con las mismas incomodidades que hace 70 años. ¿Qué digo 70? ¡170 años! Que en 1937 el rollo Louis XV estaba superadísimo por el art-decó.

Algunos hoteles prefirieron seguir con aquel sistema costase lo que costase. En muchos casos les ha costado el cierre. Otros malviven apoyándose en el nombre cual viejo en el bastón… Ese podría ser el caso, a priori, del Hôtel du Palais, en Biarritz. Cualquier viajero acostumbrado a la hotelería moderna, al entrar en la habitación que me ofreció el director del hotel, Monsieur Leimbacher, el verano pasado… habría sufrido un síncope ante tanta decadencia. ¿Seguro?


Se ve bonito, ¿valdrá la pena?

Como dije, el verano pasado tuve la idea de parar en Biarritz de camino a España. Se ve que mi extraño aspecto, conseguido tras una intoxicación la víspera y algunas horas de conducir descapotado bajo el sol, le dio lástima al director del Hôtel du Palais y, tras cinco minutos de conversación, ya me encontré invitado a quedarme. “Trouvez-lui une chambrette….” Y al instante, un botones subía mi equipaje a la habitación. Vale, el mobiliario era antiguo y mayoritariamente inútil. El baño estaba anticuado. La moqueta estaba limpia, pero de diseño antiguo. Uno sabe que está en un establecimiento de superlujo, pero tiene la impresión de que pagar por algo que parece tan sumamente amortizado, tiene un alto componente de robo. ¿Seguro?



Club Sandwich servido en la habitación 204.

Dejando de lado la exquisita calidad del servicio, de todo lo solicitado, el entorno, las vistas, la piscina, el pitching-green del jardín, el aparcamiento, la privacidad extrema del recinto (cerrado a visitantes), la amabilidad del personal, etc… no todo el hotel es tan “viejo” como parece. Pese a estar el hotel prácticamente lleno cuando me quedé, pude hacer una visita guiado por uno de los responsables de la Recepción, y… cualquier a-priori que se pudiera tener ante el hall y los pasillos, desapareció al entrar en las habitaciones de la última planta. Este piso, antiguamente defenestrado por sus pequeñas habitaciones con nulas ventanas, ha sido renovado por completo siguiendo una temática “crucero” que es sencillamente espectacular. Los pasillos son auténticos pasillos de barcos, con pasamanos para agarrarse en caso de que el edificio se escore… Las puertas, los colores de las maderas, las alfombras… todo es 100% crucero. ¿Y las habitaciones? Pequeños apartamentos con entrada, pasillo, biblioteca, dormitorio, ventanas de ojo de buey, y unos cuartos de baño supremos. Todo eso convierte a esta planta en la auténtica opción de cara a quedarse en el Hôtel du Palais si se viene con presupuesto “terrestre”.



Y digo lo del presupuesto porque también pude visitar los apartamentos presidenciales, en los que han conseguido recrear el mismo estilo antiguo del resto del hotel, pero con materiales nobles en perfecto estado y alta tecnología. Siguen siendo grandísimos apartamentos, pero ahora ya no son tan presidenciales que no apetece nada quedarse en ellos, sino que realmente dan ganas de establecerse allí, de vivir el hotel, de quedarse dentro. Nada que ver con la clásica Suite Presidencial de hotel de megalujo parisino, en la que el turista se sorprende y se maravilla con la antigüedad y solemnidad del lugar, pero que no deja de ser un sitio viejo, frío y con cuartos de baño antiguos. Esta renovación llevada a cabo en el Hôtel du Palais ha conseguido mantener el lujo y la distinción, conservar el ambiente antiguo e imperial, y proporcionar el confort y la calidad que se han de dar cuando se cobran miles de euros por noche.

Y no se crean que se acaba ahí la cosa. No puedo valorar su restauración más que por el desayuno, exquisito y muy tranquilo frente al mar, y su servicio de habitaciones, rápido y efectivo con una presentación y un profesionalismo excelentes, pero mi nota es sin duda muy alta. Sin embargo, desde finales del verano pasado hay un plus que añadir al Hôtel du Palais, algo que siempre echas en falta cuando lo conoces y, sobre todo, cuando pagas lo que estás pagando (aunque no fuese mi caso): el Spa. Tomando un antiguo edificio que usaban como residencia para personal y más recientemente para becarios y aprendices, han realizado uno de los mejores Spa de la hotelería de lujo europea, que cuenta no sólo con todos los equipamientos requeridos, sino con algo que precisamente no suele abundar en los hoteles de ciudad: espacio. El gimnasio es amplio, la piscina es amplia, las saunas, los vestuarios, las cabinas de masaje, el salón de belleza… hay lo que se llama “sitio”, y es que, parafraseando a la publicidad del Renault Espace… “¿Y si el verdadero lujo fuese el espacio?”. En este caso lo es, ya lo creo que lo es.


Y esto es sólo la piscina exterior...

Vale, toda esa calidad tiene un precio, seguramente excesivo, como la conexión a Internet (realmente carísima) o las bebidas del minibar. Cada servicio que solicitas es cobrado siguiendo las mismas tablas que los precios de las habitaciones. Ojo, estamos hablando de un establecimiento de lujo, en el que se incluye el componente psicológico de alojarse en el mejor sitio de la zona. Como hay quien puede pagarlo, se cobra, y no hay nada de malo en ello, ni de deshonesto, pues en este caso esa idea de “robo” se ve superada por lo que se obtiene. Eso sí, como digo siempre, para ir a estos establecimientos hay que poder pagarlos como se han de poder pagar. Cualquier persona podría ahorrar y permitirse una noche o dos en un hotel de superlujo, pero esto no funciona así, y para quien vaya en ese plan, sencillamente no le va a merecer la pena. ¿Cuándo merece la pena? Cuando se paga como quien paga un 2 estrellas de provincias. Esto es: te cuesta un dinero pero bueno, lo pagas. Si no puedes mantener el tren de gasto del hotel, o estás haciendo un esfuerzo grande… mejor ahorra y deja el dinero para cosas más importantes.

Precios: habrá que pensar desde los 600 euros por noche, aunque en temporada baja el precio es sensiblemente inferior. Como guía, unos extras de un club sándwich, una sopa de pescado, un yogur, una bebida y la conexión a Internet, que es lo único que pagué en el hotel, salieron por 75 euros.

Hôtel du Palais, 1 Avenue de l’impératrice, Biarritz.

domingo, 17 de junio de 2007

Restaurant Ebis

Vuelvo por aquí tras unos días de vacaciones. Y qué mejor forma de hacerlo que yendo a comer con una amiga a uno de sus sitios favoritos.

El EBIS no es un japonés más. O bueno, quizá sí lo sea. De lo que no se trata es de un Matsuri o Sushi-Palace habitual, tan socorrido por los jóvenes ejecutivos de éxito para sus comidas de mediodía entre colegas, en una especie de ambiente Zen con tema Tokio y rollo chic parisino. En absoluto. EBIS es un sitio agradable, pequeño, y lleno de japoneses. En su carta no hay sushis ni makis, afortunadamente. Sus propietarios son una mezcla explosiva: ella japonesa, él chino. Así, han creado un sitio en el que encontrar el mix perfecto entre las cocinas orientales tradicionales.

Lo primero que llama la atención son los parroquianos. Aunque es normal encontrarse con responsables de las boutiques cercanas, porque estamos al lado de la Rue Saint Honoré, la mayoría del público son japoneses que quieren “comer normal”. Y ese es el punto del restaurante. Eso al mediodía, porque por la noche el ambiente cambia a restaurante mucho más íntimo, con velas y grandes manteles.










Vale, la foto es enana....

Como digo, está pegado a la conocida Rue SaintHonoré, un poco más abajo del barrio de la Rue Sainte Anne, auténtico bastión nipón de la ciudad, en una pequeña calle típica del viejo París, con sus casas no muy altas de fachadas inclinadas, aceras estrechas, y relativo poco tráfico. A dos pasos del Metro Pyramides, no es el sitio ideal para ir en coche, aunque hay un par de parkings cerca. Por dentro es un sitio muy claro, con unas mesas pequeñas y una distribución muy acogedora. Uno come cerca del vecino, pero sigue habiendo un poco de intimidad. Que nadie se espere tampoco la típica gran mesa japonesa con todos comiendo juntos. Esto es tradicional pero “bien”.










Es un restaurante pequeño, como la foto...

La carta incluye unos menús de mediodía a muy buen precio: 11 euros incluyendo plato, sopa, arroz, ensalada y té. Vale, la ensalada es de comer en tres “palilladas”, pero es de agradecer, y es bastante mejor que la habitual de otros japoneses. Por esos 11 euros tenemos, además, un plato bastante grande con el que llenarse, ofreciendo el menú opciones como pollo, tofu, carne, pescados, mariscos… Parece ser que el plato estrella entre el público a mediodía son las sopas tradicionales japonesas de fideos. La verdad es que dan un poco de grima, y con el calor que está haciendo ya en París personalmente no me apetecían nada, pero habrá que volver para probarlas. De cualquier forma, la especialidad de la casa es el mar, con una buena carta de pescados y, sobre todo, una langosta que venden muy bien, aunque no he probado. Además, en el restaurante ofrecen su propia cerveza. Lamentablemente, sobre todo para mí, no la probé. No me gusta comer al mediodía con alcohol si tengo cosas que hacer después de la comida, como era el caso. Para otra vez queda, pues.


















A ojos de un occidental, he visto cosas más apetitosas.

Yo pedí inicialmente el menú con el plato de tofu con buey. Terrible error: se trata de un plato sin duda delicioso y muy nutritivo, pero picante como pocos. Soy alérgico al picante, por lo que tuve que volver a pedir la carta y elegir otra cosa. Otra cosa que fue un plato de verduras con carne, muy muy auténtico. Atención, el aspecto de ambos platos era, cuanto menos, peculiar. El tofu, que es una pasta de soja con consistencia de queso fresco blandito, estaba flotando en la salsa de la carne, picada, con un aspecto bastante “rancho”. Las verduras y la carne iban cubiertas de una salsa gelatinosa brillante con un look realmente asqueroso… Pero claro, a saber lo que piensan los japoneses ante un filete con patatas, una fabada o unos garbanzos con bacalao. Y aunque el sabor de esos platos tampoco es que sea algo que me maraville como lo pueda hacer un buen plato de pasta, es todo tan puramente asiático que lo comes encantado. Con palillos, claro.

El servicio es excelente. Las camareras, todas japonesas, son una monada y muy agradables. La responsable del restaurante fue muy comprensiva con mi alergia y rápidamente me ofreció otros platos más adecuados. El Chef salió a saludar. Y todo esto con el restaurante lleno, ojo. Son muy rápidos sirviendo, además. Se ve que están acostumbrados a servir estas comidas de mediodía que van con más prisa que otra cosa. Sencillamente, un diez para ellos.

¿Algo malo del restaurante? Pues no se me ocurre, la verdad. Quizá podrían poner menos mesas y así tener algo más de sitio. O instalar unos percheros en los que dejar el jersey ahora, el abrigo en invierno. Pero lo cierto es que la comida para dos salió por 31 euros. ¿Qué más se puede pedir?

Restaurante EBIS
19, rue St. Roch, 75001 París
Tel : +33 1 42 61 05 90
Cerrado los domingos.
 
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